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—Me parece que basta con la primera razón —opinó Amelie . Después se dirigió desgraciadamente a mí:

—Esta mujer. —dijo señalando de costado a Jennie  con su larga boquilla— habla contra las novelas policiales porque es incapaz de escribir una sola, aunque sea la novela más aburrida del mundo.

—Dame un cigarrillo —dijo Jennie, dirigiéndose a su prima. Después agregó—: Cuándo dejarás de ser tan exagerada. En primer lugar, yo no he hablado contra las novelas policiales: simplemente dije que se podría escribir algo así como el Don Quijote de nuestra época. En segundo lugar, te equivocas sobre mi absoluta incapacidad para ese género. Una vez se me ocurrió una linda idea para una novela policial.

—Sans blague —se limitó a decir Amelie.

—Sí, te digo que sí. Fijate: un hombre tiene madre, mujer y un chico. Una noche matan misteriosamente a la madre. Las investigaciones de la policía no llegan a ningún resultado. Un tiempo después matan a la  mujer; la misma cosa. Finalmente matan al chico. El hombre está enloquecido, pues quiere a todos, sobre todo al hijo. Desesperado, decide investigar los crímenes por su cuenta. Con los habituales métodos induc- tivos, deductivos, analíticos, sintéticos, etcétera, de esos genios de la novela policial, llega a la conclusión de que el asesino deberá cometer un cuarto asesinato, el día tal, a la hora tal, en el lugar tal.

Su conclusión es que el asesino deberá matarlo ahora a él. En el día y hora calculados, el hombre va al lugar donde debe cometerse el cuarto asesinato y espera al asesino. Pero el asesino no llega. Revisa sus deducciones: podría haber calculado mal el lugar: no, el lugar está bien; podría haber calculado mal la hora: no, la hora está bien. La conclusión es horrorosa: el asesino debe estar ya en el lugar. En otras palabras: el asesino es él mismo, que ha cometido los otros crímenes en estado de inconsciencia. El detective y el asesino son la misma persona.

—Demasiado original para mi gusto —comentó Amelie —. ¿Y cómo concluye? ¿No decías que debía haber un cuarto asesinato?

—La conclusión es evidente —dijo Jennie, con pereza—: el hombre se suicida. Queda la duda de si se mata por remordimientos o si el yo asesino mata al yo detective, como en un vulgar asesinato. ¿No te gusta?

—Me parece divertido. Pero una cosa es contarla así y otra escribir la novela.

—En efecto —admitió Jennie, con tranquilidad.
Después la parisina empezó a hablar de un quiromántico que había conocido en Mar del Plata y de una señora vidente. Jennie hizo un chiste y Amelie se enojó:

—Te imaginarás que tiene que ser algo serio —dijo—. El marido es profesor en la facultad de ingeniería.

Siguieron discutiendo de telepatía y yo estaba desesperada porque Rosé no aparecía. Cuando las volví a atender, estaban hablando del estatuto del peón.

—Lo que pasa —dictaminó Amelie, empuñando la boquilla como una batuta— es que la gente no quiere trabajar más.

Hacia el final de la conversación tuve una repentina iluminación que me disipó la inexplicable tristeza: intuí que la tal Amelie había llegado a último momento y que Rosé no bajaba para no tener que soportar las opiniones (que seguramente conocía hasta el cansancio) de Amelie y su prima. Pero ahora que recuerdo, esta intuición no fue completamente irracional sino la consecuencia de unas palabras que me había dicho el chofer mientras íbamos a la estancia y en las que yo no puse al principio ninguna atención; algo referente a una prima del señor que acababa de llegar de Mar del Plata, para tomar el té.

La cosa era clara: Roseanne, desesperada por la llegada repentina de esa mujer, se había encerrado en su dormitorio pretextando una indisposición; era evidente que no podía soportar a semejantes personajes. Y el sentir que mi tristeza se disipaba con esta deducción me iluminó bruscamente la causa de esa tristeza: al llegar a la casa y ver que Jennie  y Amelie  eran unas hipócritas y unas frívolas, la parte más superficial de mi alma se alegró, porque veía de ese modo que no había competencia posible en Jennie ; pero mi capa más profunda se entristeció al pensar (mejor dicho, al sentir) que Rosé formaba también parte de ese círculo y que, de alguna manera, podría tener atributos parecidos.

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