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—¡Explicado! —exclamó con amargura—. Tu has dicho mil veces que hay muchas cosas que no admiten explicación y ahora me decís que explique algo tan complejo. Te he dicho mil veces que Jisoo es una gran compañera mía, que la quiero como a una hermana, que la cuido, que tengo una gran ternura por ella, una gran admiración por la serenidad de su espíritu, que me parece muy superior a mí en todo sentido, que a su lado me siento un ser mezquino y culpable. ¿Cómo puedes imaginar, pues, que no la quiera?

—No soy yo la que ha dicho que no la quieras. Tu misma me has dicho que ahora no es como cuando te casaste. Quizá debo concluir que cuando te casaste la querías como decís que ahora me quieres a mí. Por otro lado, hace unos días, en el puerto, me dijiste que yo era la primera
persona a la que habías querido verdaderamente.- Rosé me miró tristemente.

—Bueno, dejemos de lado esta contradicción —proseguí. — Pero volvamos a Jisoo. Dices que la quieres como a una hermana. Ahora necesito que me respondas a una sola pregunta: ¿te acuestas con ella?

Rosé me miró con mayor tristeza. Estuvo un rato callada y al cabo me preguntó con voz muy dolorida:

—¿Es necesario que responda también a eso?

—Sí, es absolutamente necesario —le dije con dureza.

—Me parece horrible que me interrogues de este modo.

—Es muy sencillo: tienes que decir sí o no.

—La respuesta no es tan simple: se puede hacer y no hacer.

—Muy bien —concluí fríamente—. Eso quiere decir que sí.

—Muy bien: sí.

—Entonces la deseas.

Hice esta afirmación mirando cuidadosamente sus ojos; la hacía con mala intención; era óptima para sacar una serie de conclusiones. No es que yo creyera que la desease realmente (aunque también eso era posible dado el temperamento de Roseanne), sino que quería forzarla a aclarar eso de "cariño de hermana". Roseanne, tal como yo lo esperaba, tardó en responder. Seguramente, estuvo pensando las palabras. Al fin dijo:

—He dicho que me acuesto con ella, no que la desee.

—¡Ah! —exclamé triunfalmente—. ¡Eso quiere decir que lo haces sin desearla, pero haciéndole creer que la deseás!

Rosé quedó demudada. Por su rostro comenzaron a caer lágrimas silenciosas. Su mirada era como de vidrio triturado.

—Yo no he dicho eso —murmuró lentamente.

—Porque es evidente —proseguí implacable— que si demostrases no sentir nada, no desearla, si demostrases que la unión física es un sacrificio que haces en honor a su cariño, a tu admiración por su espíritu superior, etcétera, Jisoo no volvería a acostarse jamás contigo. En otras palabras: el hecho de que siga haciéndolo demuestra que eres capaz de engañarla no sólo acerca de tus sentimientos sino hasta de tus sensaciones. Y que eres capaz de una imitación perfecta del placer.
Rosé lloraba en silencio y miraba hacia el suelo.

— Eres increíblemente cruel —pudo decir, al fin.

—Dejemos de lado las consideraciones de formas: me interesa el fondo. El fondo es que eres capaz de engañar a tu esposa durante años, no sólo acerca de tus sentimientos sino también de tus sensaciones. La conclusión podría inferirla un aprendiz: ¿por qué no has de engañarme a mí también? Ahora Comprenderás por qué muchas veces te he indagado la veracidad de tus sensaciones. Siempre recuerdo cómo el padre de Desdémona advirtió a Ótelo que una mujer que había engañado al padre podía engañar a otro hombre. Y a mí nada me ha podido sacar de la cabeza este hecho: el que has estado engañando constantemente a Jisoo, durante años.
Por un instante, sentí el deseo de llevar la crueldad hasta el máximo y agregué, aunque me daba cuenta de su vulgaridad y torpeza.

—Engañando a una ciega.

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