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—Te vuelvo a repetir, Amelie, que no hay motivos para que digas los nombres rusos en francés. ¿Por qué en vez de decir Tchékhov no decís Chéjov, que se parece más al original? Además, ese "mismo" es un horrendo galicismo.

—Por favor —suplicó Amelie —, no te pongas tan aburrida, Jenduki.

¿Cuándo aprenderás a disimular tus conocimientos? Eres tan abrumadora, tan épuisant... ¿no le parece? —concluyó de pronto, dirigiéndose a mí.

—Sí —respondí casi sin darme cuenta de lo que decía. Jennie me miró con ironía.

Yo estaba horriblemente triste. Después dicen que soy impaciente. Todavía hoy me admira que haya oído con tanta atención todas esas
idioteces y, sobre todo, que las recuerde con tanta fidelidad. Lo curioso es que mientras las oía trataba de alegrarme haciéndome esta reflexión: "Esta gente es frívola, superficial. Gente así no puede producir en Rosé más que un sentimiento de soledad. GENTE ASÍ NO PUEDE SER RIVAL." Y sin embargo no lograba ponerme alegre. Sentía que en lo más profundo alguien me recomendaba tristeza. Y al no poder darme cuenta de la raíz de esta tristeza me ponía malhumorada, nerviosa; por más que trataba de calmarme prometiéndome examinar el fenómeno cuando estuviese sola. Pensé, también, que la causa de la tristeza podía ser la ausencia de Roseanne, pero me di cuenta de que esa ausencia más me irritaba que entristecía.

No era eso. Ahora estaban hablando de novelas policiales: oí de pronto que la mujer preguntaba a Jennie si había leído la última novela del Séptimo círculo.

—¿Para qué? —respondió Jennie —. Todas las novelas policiales son iguales. Una por año, está bien. Pero una por semana me parece demostrar poca imaginación en el lector.
Amelie se indignó. Quiero decir, simuló que se indignaba.

—No digas tonterías —dijo—. Son la única clase de novela que puedo leer ahora. Te diré que me encantan. Todo tan complicado y detectives tan maravillosos que saben de todo: arte de la época de Ming, grafología, teoría de Einstein, baseball, arqueología, quiromancia, economía política, estadísticas de la cría de conejos en la India. Y después son tan infalibles que da gusto. ¿No es cierto? —preguntó dirigiéndose nuevamente a mí.
Me tomó tan inesperadamente que no supe que responder.

—Sí, es cierto —dije, por decir algo. Jennie volvió a mirarme con ironía.

—Le diré a Georgie que las novelas policiales te revientan —agregó Amelie, mirando a Jennie con severidad.

—Yo no he dicho que me revienten: he dicho que me parecen todas semejantes.

—De cualquier manera, se lo diré a Georgie. Menos mal que no todo el mundo tiene tu pedantería. A la señorita Manoban, por ejemplo, le gustan ¿no es cierto?

—¿A mí? —pregunté horrorizada.

—Claro —prosiguió Amelie, sin esperar mi respuesta y volviendo la vista nuevamente hacia Jennie — que si todo el mundo fuera tan savant como tú no se podría ni vivir. Estoy segura que ya debes tener toda una teoría sobre la novela policial.

—Así es —aceptó Jennie, sonriendo.

—¿No le decía? —comentó Amelie con severidad, dirigiéndose de nuevo a mí y como poniéndome de testigo—. No, si yo a ésta la conozco bien. A ver, no tengas ningún escrúpulo en lucirte. Te debes estar muriendo de las ganas de explicarla.
Jennie , en efecto, no se hizo rogar mucho.

—Mi teoría —explicó— es la siguiente: la novela policial representa en el siglo veinte lo que la novela de caballería en la época de Cervantes.
Más todavía: creo que podría hacerse algo equivalente a Don Quijote: una sátira de la novela policial. Imaginen ustedes un individuo que se ha pasado la vida leyendo novelas policiales y que ha llegado a la locura de creer que el mundo funciona como una novela de Nicholas Blake o de Ellery Queen. Imaginen que ese pobre tipo se larga finalmente a descubrir crímenes y a proceder en la vida real como procede un detective en una de esas novelas. Creo que se podría hacer algo divertido, trágico, simbólico, satírico y hermoso.

—¿Y por qué no lo haces? —preguntó burlonamente Amelie.

—Por dos razones: no soy Cervantes y tengo mucha pereza.

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