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—¿Yo también qué? —pregunté con ansiedad.

—Que yo también no he hecho más que pensar.

—¿Pero pensar en qué? —seguí preguntando, insaciable.

—En todo.

—¿Cómo en todo? ¿En qué?

—En lo extraño que es todo esto... lo de su cuadro... el encuentro de ayer... lo de hoy... qué sé yo... La imprecisión siempre me ha irritado.

—Sí, pero yo te he dicho que no he dejado de pensar en ti — respondí—. Tu no has dicho que hayas pensado en mí.

Pasó un instante. Luego respondió:
—Le digo que he pensado en todo.

—No ha dado detalles.

—Es que todo es tan extraño, ha sido tan extraño... estoy tan perturbada... Claro que pensé en usted...

Mi corazón golpeó. Necesitaba detalles: me emocionan los detalles, no las generalidades.

—¿Pero cómo, cómo?... —pregunté con creciente ansiedad—. Yo he pensado en cada uno de sus rasgos, en su perfil cuando miraba el árbol, en su pelo rubio, en sus ojos duros y cómo de pronto se hacen blandos, en su forma de caminar...

—Tengo que cortar —me interrumpió de pronto—. Viene gente.

—La llamaré mañana temprano —alcancé a decir, con desesperación.

—Bueno —respondió rápidamente.

Pasé una noche agitada. No pude dibujar ni pintar, aunque intenté muchas veces empezar algo. Salí a caminar y de pronto me encontré en la calle. Me pasaba algo muy extraño: miraba con simpatía a todo el mundo. Creo haber dicho que me he propuesto hacer este relato en forma totalmente imparcial y ahora daré la primera prueba, confesando uno de mis peores defectos: siempre he mirado con antipatía y hasta con asco a la gente, sobre todo a la gente amontonada; nunca he soportado las playas en verano.

Algunos hombres, algunas mujeres aisladas me fueron muy queridos, por otros sentí admiración (no soy envidiosa), por otros tuve verdadera simpatía; por los chicos siempre tuve ternura y compasión (sobre todo cuando, mediante un esfuerzo mental, trataba de olvidar que al fin serían hombres como los demás); pero, en general, la humanidad me pareció siempre detestable. No tengo inconvenientes en manifestar que a veces me impedía comer en todo el día o me impedía pintar durante una semana el haber observado un rasgo; es increíble hasta qué punto la codicia, la envidia, la petulancia, la grosería, la avidez y, en general, todo ese conjunto de atributos que forman la condición humana pueden verse en una cara, en una manera de caminar, en una mirada.

Me parece natural que después de un encuentro así uno no tenga ganas de comer, de pintar, ni aun de vivir. Sin embargo, quiero hacer constar que no me enorgullezco de esta característica: sé que es una muestra de soberbia y sé, también, que mi alma ha albergado muchas veces la codicia, la petulancia, la avidez y la grosería. Pero he dicho que me propongo narrar esta historia con entera imparcialidad, y así lo haré. Esa noche, pues, mi desprecio por la humanidad parecía abolido o, por lo menos, transitoriamente ausente. Entré a un café.


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