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Me sentí una especie de monstruo, viendo sonreír a la ciega, que me miraba con los ojos bien abiertos.

—Así es Rosé—dijo, como pensando para sí—. Muchos confunden sus impulsos con urgencias.

Rosé hace, efectivamente, con rapidez, cosas que no cambian la situación. ¿Cómo le explicaré?
Miró abstraída hacia el suelo, como buscando una explicación más dada. Al rato, dijo:

—Como alguien que estuviera parado en un desierto y de pronto cambiase de lugar con gran rapidez. ¿Comprende? La velocidad no importa, siempre se está en el mismo paisaje. Fumó y pensó un instante más, como si yo no estuviera. Luego agregó:

—Aunque no sé si es esto, exactamente. No tengo mucha habilidad para las metáforas.

No veía el momento de huir de aquella sala maldita. Pero la ciega no parecía tener apuro. "¿Qué abominable comedia es esta?", pensé.

—Ahora, por ejemplo —prosiguió Jisoo—, se levanta temprano y me dice que se va a la estancia.

—¿A la estancia? —pregunté inconscientemente.

—Sí, a la estancia nuestra. Es decir, a la estancia de mi abuelo. Pero ahora está en manos de mi prima Jennie. Supongo que la conoce.

Esta nueva revelación me llenó de zozobra y al mismo tiempo de despecho: ¿qué podría encontrar Rosé en esa imbécil mujeriega y cínica? Traté de tranquilizarme, pensando que ella no iría a la estancia por Jennie sino, simplemente, porque podría gustarle la soledad del campo y porque la estancia era de la familia. Pero quedé muy triste.

—He oído hablar de ella —dije, con amargura.

Antes de que la ciega pudiese hablar agregué, con brusquedad: —Tengo que irme.

—Caramba, cómo lo lamento —comentó Jisoo—. Espero que volvamos a vernos.

—Sí, sí, naturalmente —dije.

Me acompañó hasta la puerta. Le di la mano y salí corriendo. Mientras bajaba en el ascensor, me repetía con rabia: "¿Qué abominable comedia es ésta?"

Necesitaba despejarme y pensar con tranquilidad. Caminé y caminé. Mi cabeza era un pandemonio: una cantidad de ideas, sentimientos de amor y de odio, preguntas, resentimientos y recuerdos se mezclaban y aparecían sucesivamente.

¿Qué idea era esta, por ejemplo, de hacerme ir a la casa a buscar una carta y hacérmela entregar por la esposa? ¿Y cómo no me había advertido que era casada? ¿Y qué diablos tenía que hacer en la estancia con la sinvergüenza de Jennie? ¿Y por qué no había esperado mi llamado telefónico? Y esa ciega, ¿qué clase de bicho era?

Dije ya que tengo una idea desagradable de la humanidad; debo confesar ahora que los ciegos no me gustan nada y que siento delante de ellos una impresión semejante a la que me producen ciertos animales, fríos, húmedos y silenciosos, como las víboras. Si se agrega el hecho de leer delante de ella una carta de la mujer que decía Yo también pienso en usted, no es difícil adivinar la sensación de asco que tuve en aquellos momentos.

Traté de ordenar un poco el caos de mis ideas y sentimientos y proceder con método, como acostumbro. Había que empezar por el principio, y el principio (por lo menos el inmediato) era, evidentemente, la conversación por teléfono. En esa conversación había varios puntos oscuros.
En primer término, si en esa casa era tan natural que ella tuviera relaciones con mujeres, como lo probaba el hecho de la carta a través de la esposa, ¿por qué emplear una voz neutra y oficinesca hasta que la puerta estuvo cerrada?

Luego, ¿qué significaba esa aclaración de que "cuando está la puerta cerrada saben que no deben molestarme"? Por lo visto, era frecuente que ella se encerrara para hablar por teléfono. Pero no era creíble que se encerrase para tener conversaciones triviales con personas amigas de la casa: había que suponer que era para tener conversaciones semejantes a la nuestra. Pero entonces había en su vida otras personas como yo. ¿Cuántas eran? ¿Y quiénes eran?

Primero pensé en Jennie, pero la excluí en seguida: ¿Para qué hablar por teléfono si podía verla en la estancia cuando quisiera? ¿Quiénes eran las otras, en ese caso? Pensé si con esto liquidaba el asunto telefónico. No, no quedaba terminado: subsistía el problema de su contestación a mi pregunta precisa. Observé con amargura que cuando yo le pregunté si había pensado en mí, después de tantas vaguedades sólo contestó: "¿no le he dicho que he pensado en todo?"

Esto de contestar con una pregunta no compromete mucho. En fin, la prueba de que esa respuesta no fue clara era que ella misma, al otro día (o esa misma noche) creyó necesario responder en forma bien precisa con una carta.
"Pasemos a la carta", me dije. Saqué la carta del bolsillo y la volví a leer:

Yo también pienso en usted,

                                                     - Rosé.

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