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Efectivamente, tenía que darse la posibilidad de encontrarme con ella y luego la posibilidad, todavía más improbable, de que ella me dirigiera la palabra. Sentí un especie de vértigo, de tristeza y desesperanza. Pero, no obstante, seguí preparando mi posición.

Imaginaba, pues, que ella me hablaba, por ejemplo para preguntarme una dirección o acerca de un ómnibus; y a partir de esa frase inicial yo construí durante meses de reflexión, de melancolía, de rabia, de  abandono y de esperanza, una serie interminable de variantes. En alguna yo era locuaz, dicharachera (nunca lo he sido, en realidad); en otra era dura; en otras me imaginaba risueña.

A veces, lo que es sumamente singular, contestaba bruscamente a la pregunta de ella y hasta con rabia contenida; sucedió (en alguno de esos encuentros imaginarios) que la entrevista se malograra por irritación absurda de mi parte,  por reprocharle casi groseramente una consulta que yo juzgaba inútil o irreflexiva.

Estos encuentros fracasados me dejaban llena de amargura, y durante varios días me reprochaba la torpeza con que había perdido una oportunidad tan remota de entablar relaciones con ella; felizmente, terminaba por advertir que todo eso era imaginario y que al menos seguía quedando la posibilidad real. Entonces volvía a prepararme con más entusiasmo y a imaginar nuevos y más fructíferos diálogos callejeros.

En general, la dificultad mayor estribaba en vincular la pregunta de ella con algo tan general y alejado de las preocupaciones diarias como la esencia general del arte o, por lo menos, la impresión que le había producido mi ventanita. Por supuesto, si se tiene tiempo y tranquilidad, siempre es posible establecer lógicamente, sin que choque, esa clase de vinculaciones; en una reunión social sobra el tiempo y en cierto modo se está para establecer esa clase de vinculaciones entre temas totalmente ajenos; pero en el ajetreo de una calle de Seúl, entre gentes que corren colectivos y que lo llevan a uno por delante, es claro que había que descartar casi ese tipo de conversación. Pero por otro lado no podía descartarla sin caer en una situación irremediable para mi destino.

Volvía, pues, a imaginar diálogos, los más eficaces y rápidos posibles, que llevaran desde la frase: "¿Dónde queda el Correo Central?" hasta la discusión de problemas del expresionismo o del superrealismo. No era nada fácil. Una noche de insomnio llegué a la conclusión de que era inútil y artificioso intentar una conversación semejante y que era preferible atacar bruscamente el punto central, con una pregunta valiente, jugándome todo a un solo número.

Por ejemplo, preguntando: "¿Por qué miró solamente  la ventanita?" Es común que en las noches de insomnio sea teóricamente más decidida que durante el día, en los hechos. Al otro día, al analizar fríamente esta posibilidad, concluí que jamás tendría suficiente valor para hacer esa pregunta a boca de jarro. Como siempre, el desaliento me hizo caer en el otro extremo, imaginé entonces una pregunta tan indirecta que para llegar al punto que me interesaba (la ventana) casi se requería una larga amistad, una pregunta del género de: "¿Tiene interés en el arte?"

No recuerdo ahora todas las variantes que pensé. Sólo recuerdo que había algunas tan complicadas que eran prácticamente inservibles. Sería un azar demasiado portentoso que la realidad coincidiera luego con una llave tan complicada, preparada de antemano ignorando la forma de la cerradura. Pero sucedía que cuando había examinado tantas variantes enrevesadas, me olvidaba del orden de las preguntas y respuestas o las mezclaba, como sucede en el ajedrez cuando uno imagina partidas de memoria. Y también resultaba a menudo que reemplazaba frases de una variante con frases de otra, con resultados ridículos o desalentadores. Por ejemplo, detenerla para darle una dirección y en seguida preguntarle: "¿Tiene mucho interés en el arte?" Era grotesco. Cuando llegaba a esta situación descansaba por varios días de barajar combinaciones.

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