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Ya antes de decir esta frase estaba un poco arrepentida: debajo de la que quería decirla y experimentar una perversa satisfacción, un ser más puro y más tierno se disponía a tomar la iniciativa en cuanto la crueldad de la frase hiciese su efecto y, en cierto modo, ya silenciosamente, había tomado el partido de Rosé antes de pronunciar esas palabras estúpidas e inútiles (¿qué podía lograr, en efecto, con ellas?).

De manera que, apenas comenzaron a salir de mis labios, ya ese ser de abajo las oía con estupor, como si a pesar de todo no hubiera creído seriamente en la posibilidad de que la otra las pronunciase. Y a medida que salieron, comenzó a tomar el mando de mi conciencia y de mi voluntad y casi llega su decisión a tiempo para impedir que la frase saliera completa. Apenas terminada (porque a pesar de todo terminé la frase), era totalmente dueña de mí y ya ordenaba pedir perdón, humillarme delante de Roseanne, reconocer mi torpeza y mi crueldad.

¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hi- pocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano, la otra se conduele de ella y me acusa a mí misma de lo que denuncio en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad.

En fin, ya era tarde, de todos modos, para cerrar la herida abierta en el alma de Rosé (y esto me lo aseguraba sordamente, con remota, satis- fecha malevolencia la otra yo que ahora estaba hundida allá, en una especie de inmunda cueva), ya era irremediablemente tarde. Rosé se incorporó en silencio, con infinito cansancio, mientras su mirada (¡cómo la conocía!) levantaba el puente levadizo que a veces tendía entre nuestros espíritus: ya era la mirada dura de unos ojos impenetrables. De pronto  me acometió la idea de que ese puente se había levantado para siempre y en la repentina desesperación no vacilé en someterme a las humillaciones más grandes: besar sus pies, por ejemplo.

Sólo logré que me mirara con piedad y que sus ojos se ablandasen por un instante. Pero de piedad, sólo de piedad. Mientras salía del taller y me aseguraba, una vez más, que no me guardaba rencor, yo me hundí en una aniquilación total de la voluntad. Quedé sin atinar a nada, en medio del taller, mirando como un alelado un punto fijo. Hasta que, de pronto, tuve conciencia de que debía hacer una serie de cosas.

Corrí a la calle, pero Rosé ya no se veía por ningún lado. Corrí a su casa en un taxi, porque supuse que ella no iría directamente y, por lo tanto, esperaba encontrarla a su llegada. Esperé en vano durante más de una hora. Hablé por teléfono desde un café: me dijeron que no estaba y que no había vuelto desde las cuatro (la hora en que había salido para mi taller).

Esperé varias horas más. Luego volví a hablar por teléfono: me dijeron que Rosé no iría a la casa hasta la noche. Desesperada, salí a buscarla por todas partes, es decir, por los lugares en que habitualmente nos encontrábamos o caminábamos. No la vi por ningún lado, hasta que comprendí que lo más probable era,precisamente, que caminara por cualquier parte menos por los lugares que le recordasen nuestros mejores momentos.

Corrí de nuevo hasta su casa, pero era muy tarde y probablemente ya hubiera entrado. Telefoneé nuevamente: en efecto, había vuelto; pero me dijeron que estaba en cama y que le era imposible atender el teléfono. Había dado mi nombre, sin embargo. Algo se había roto entre nosotras.

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