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A la mañana siguiente, a eso de las diez, llamé por teléfono. Me atendió la misma mujer del día anterior. Cuando pregunté por la señorita Roseanne Park me dijo que esa misma mañana había salido para el campo. Me quedé fría.

—¿Para el campo? —pregunté.

—Sí, señorita. ¿Usted es la señorita Manoban?

—Sí, soy Manoban.

—Dejó una carta para usted, acá. Que perdone, pero no tenía su dirección.

Me había hecho tanto a la idea de verla ese mismo día y esperaba cosas tan importantes de ese encuentro que este anuncio me dejó anonadada. Se me ocurrieron una serie de preguntas: ¿Por qué había resuelto ir al campo? Evidentemente, esta resolución había sido tomada después de nuestra conversación telefónica, porque, si no, me habría dicho algo acerca del viaje y, sobre todo, no habría aceptado mi sugestión de hablar por teléfono a la mañana siguiente.

Ahora bien, si esa resolución era posterior a la conversación por teléfono ¿sería también consecuencia de esa conversación? Y si era consecuencia, ¿por qué?, ¿quería huir de mí una vez más?, ¿temía el inevitable encuentro del otro día? Este inesperado viaje al campo despertó la primera duda. Como sucede siempre, empecé a encontrar sospechosos detalles anteriores a los que antes no había dado importancia.

¿Por qué esos cambios de voz en el teléfono el día anterior? ¿Quiénes eran esas gentes que "entraban y salían" y que le impedían hablar con naturalidad? Además, eso probaba que ella era capaz de simular. ¿Y por qué vaciló esa mujer cuando pregunté por la señorita Park? Pero una frase sobre todo se me había grabado como con ácido: "Cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme." Pensé que alrededor de Rosé existían muchas sombras.

Estas reflexiones me las hice por primera vez mientras corría a su casa. Era curioso que ella no hubiera averiguado mi dirección; yo, en cambio, conocía ya su dirección y su teléfono. 
Cuando llegué al quinto piso y toqué el timbre, sentí una gran emoción.

Abrió la puerta un mucamo que debía de ser polaco o algo por el estilo y cuando di mi nombre me hizo pasar a una salita llena de libros: las paredes estaban cubiertas de estantes hasta el techo, pero también había montones de libros encima de dos mesitas y hasta de un sillón. Me llamó la atención el tamaño excesivo de muchos volúmenes.

Me levanté para echar un vistazo a la biblioteca. De pronto tuve la impresión de que alguien me observaba en silencio a mis espaldas. Me di vuelta y vi a una mujer en el extremo opuesto de la salita: era de un metro con sesenta y dos centímetros aproximadamente, flaca, tenía una hermosa cabeza. Sonreía mirando hacia donde yo estaba, pero en general, sin precisión. A pesar de que tenía los ojos abiertos, me di cuenta de que era ciega. Entonces me expliqué el tamaño anormal de los libros.

—¿Usted es Manoban, no? —me dijo con cordialidad, extendiéndome la mano.

—Sí, señora Park —respondí, entregándole mi mano con perplejidad, mientras pensaba qué clase de vinculación familiar podía haber entre Rosé y ella.

Al mismo tiempo que me hacía señas de tomar asiento, sonrió con una ligera expresión de ironía y agregó: —No me apellido Park y no me diga señora. Soy Jisoo, esposa de Roseanne.

Acostumbrada a valorizar y quizá a interpretar los silencios, añadió inmediatamente: —Roseanne usa siempre su apellido de soltera. - Yo estaba como una estatua.

—Rosé me ha hablado mucho de su pintura. Como quedé ciega hace pocos años, todavía puedo imaginar bastante bien las cosas.

Parecía como si quisiera disculparse de su ceguera. Yo no sabía qué decir. ¡Cómo ansiaba estar sola, en la calle, para pensar en todo!
Sacó una carta de un bolsillo y me la alcanzó.

—Acá está la carta —dijo con sencillez, como si no tuviera nada de extraordinario.

Tomé la carta e iba a guardarla cuando la ciega agregó, como si hubiera visto mi actitud: —Léala, no más. Aunque siendo de Roseanne no debe de ser nada urgente.

Yo temblaba. Abrí el sobre, mientras ella encendía un cigarrillo, después de haberme ofrecido uno. Saqué la carta; decía una sola frase:

Yo también pienso en usted.
              
                                                      - Rosé.

Cuando la ciega oyó doblar el papel, preguntó:
—Nada urgente, supongo.

Hice un gran esfuerzo y respondí:
—No, nada urgente.

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