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¡ Y tanto como le había pedido verla esa tarde, tanto como la necesitaba! ¡ Y tan poco que estaba dispuesto a pedirle, a mendigarle! Pero, —pensé con feroz amargura— entre consolarme a mí en un parque y acostarse con Jennie en la estancia no podía haber lugar a dudas. Y en cuanto me hice esta reflexión se me ocurrió una idea. No, mejor dicho, tuve la certeza de algo. Corrí las pocas cuadras que faltaban para llegar a mi taller y desde allí llamé nuevamente por teléfono a la casa de Jisoo. Pregunté si la señora no había recibido un llamado telefónico de la estancia, antes de ir.

—Sí —respondió la mucama, después de una pequeña vacilación.

—¿Un llamado de la señora Jennie , no? La mucama volvió a vacilar. Tomé nota de las dos vacilaciones.

—Sí —contestó finalmente.

Una amargura triunfante me poseía ahora como un demonio. ¡ Tal como lo había intuido! Me dominaba a la vez un sentimiento de infinita soledad y un insensato orgullo: el orgullo de no haberme equivocado.

Iba a salir, corriendo, cuando tuve una idea. Fui a la cocina, agarré un cuchillo grande y volví al taller. ¡Qué poco quedaba de la vieja pintura de Lalisa Manoban! ¡Ya tendrían motivos para admirarse esos imbéciles que me habían comparado a una arquitecta! ¡Como si una persona pudiera cambiar de verdad! ¿Cuántos de esos imbéciles habían adivinado que debajo de mis arquitecturas y de "la cosa intelectual" había un volcán pronto a estallar? Ninguno. ¡Ya tendrían tiempo de sobra para ver estas columnas en pedazos, estas estatuas mutiladas, estas ruinas humeantes, estas escaleras infernales! Ahí estaban, como un museo de pesadillas petrificadas, como un Museo de la Desesperanza y de la Vergüenza. Pero había algo que quería destruir sin dejar siquiera rastros. 

Lo miré por última vez, sentí que la garganta se me contraía dolorosamente, pero no vacilé: a través de mis lágrimas vi confusamente cómo caía en pedazos aquella playa, aquella remota mujer ansiosa, aquella espera. Pisoteé los jirones de tela y los refregué hasta convertirlos en guiñapos sucios. ¡ Ya nunca más recibiría respuesta aquella espera insensata! ¡Ahora sabía más que nunca que esa espera era completamente inútil!

Corrí a la casa de mi amigo pero no lo encontré: me dijeron que debía de estar en la librería. Fui hasta la librería, lo encontré, lo llevé aparte de un brazo, le dije que necesitaba su auto. Me miró con asombro: me preguntó si pasaba algo grave. No había pensado nada pero se me ocurrió decirle que mi padre estaba muy grave y que no tenía tren hasta el otro día. Se ofreció a llevarme él mismo, pero rehusé: le dije que prefería ir solo. Volvió a mirarme con asombro, pero terminó por darme las llaves.

Eran las seis de la tarde. Calculé que con el auto podía llegar en cuatro horas, de modo que a las diez estaría allá. "Buena hora", pensé.

En cuanto salí al camino, lancé el auto a ciento treinta kilómetros y empecé a sentir una rara voluptuosidad, que ahora atribuyo a la certeza de que realizaría por fin algo concreto con ella. Con ella, que había sido como alguien detrás de un impenetrable muro de vidrio, a quien yo podía ver, pero no oír ni tocar; y así, separadas por el muro de vidrio, habíamos vivido ansiosamente, melancólicamente.

En esa voluptuosidad aparecían y desaparecían sentimientos de culpa, de odio y de amor: había simulado una enfermedad y eso me entristecía; había acertado al llamar por segunda y eso me amargaba. ¡Ella, Roseanne , podía reírse con frivolidad, podía entregarse a esa cínica, a esa mujeriega, a esa poetiza falsa y presuntuosa! ¡Qué desprecio sentía entonces por ella! Busqué el doloroso placer de imaginar esta última decisión suya en la forma más repelente: por un lado estaba yo, estaba el compromiso de verme esa tarde; ¿para qué?, para hablar de cosas oscuras y ásperas, para ponernos una vez más frente a frente a través del muro de vidrio, para mirar nuestras miradas ansiosas y desesperanzadas, para tratar de entender nuestros signos, para vanamente querer tocarnos, palparnos, acariciarnos a través del muro de vidrio, para soñar una vez más ese sueño imposible. Por el otro lado estaba Jennie y le bastaba tomar el teléfono y llamarla para que ella corriera a su cama. ¡Qué grotesco, qué triste era todo!

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