Capítulo 4

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Han pasado dos semanas desde que hable con Benedict. No he sabido nada de él, no quiero saber si está sufriendo o si ha logrado pasar página más rápido que yo.

No he llorado desde aquella noche, supongo que ya no tengo más lágrimas que derramar. Lo prefiero así, llorar es una sensación a la que le estoy cogiendo fobia. Porque llorar, queramos o no, suele arrastrar toda la mierda del pasado.

He ido a trabajar todos los días que he podido, es la distracción perfecta, no tengo que dar explicaciones si me quiero tirar todo el día en la oficina. Llego agotada a casa y con suerte me duermo pronto.

Algunos se preocupaban por mí, decían que me veía ausente, no podía negarlo, aún sigo ausente.

Pero me prometí mejorar, cada día intento hacer algo nuevo de mi antigua rutina. El otro día fui a pasear a Central Park, me puse las gafas de sol y camine sin prisas, como si con cada paso me renovara.

Ayer salí a hacer ejercicio, corrí veinte kilómetro, normalmente hago menos pero me encontraba con energías y cogí el camino largo de regreso. Luego me sentí mucho mejor, el día se me hizo corto.

No he llamado a nadie, tampoco he recibido llamadas, o no que yo sepa. Apagué el móvil esa noche y no lo he vuelto a encender. Mi madre contactó con la empresa y les dije que le dijeran que estaba bien, que ya la llamaría.



Hoy hace un día bastante soleado. Estoy bajando las escaleras que dan a la cocina, desayunaré en la terraza. La semana pasada fui a comprar mermelada de fresa para un regimiento. Cojo dos rodajas de pan y las meto en el tostador.

Miro el móvil que está en la encimera de la cocina, lo cojo y le doy al botón de encender. Al momento me saltan un montón de notificaciones y de llamadas perdidas.

Le digo a Kate que estoy viva y que podemos quedar en el descanso para comer. Le dejo un mensaje de voz a mi madre, le cuento que he estado muy ocupada con un nuevo proyecto de la empresa, y se me ha hecho imposible llamarla. No debería mentir, pero todo saldrá a su debido tiempo.

Cojo la tostada y me salgo a la terraza, conecto los altavoces y pongo Stay de Gracie Adams, la voz de esta chica me relaja demasiado. Pongo mi mente en blanco y disfruto de la brisa mañanera.

De repente llaman a la puerta, ¿Quién será a estas horas? Recuerdo que le dije al portero que no dejara subir a nadie, ni si quiera a Kate.

Me pongo la bata de seda que está colgada en el recibidor, y me acerco a la puerta. Me atuso el pelo y hago una sonrisa falsa, lo de la sonrisa todavía no acaba funcionar.

Abro la puerta y ladeo la cabeza con confusión.

—¿Alexander?— Está a dos pasos de la puerta con un ramo de flores— Señor Johnson...

—Buenos días. —Utiliza la misma sonrisa que la última vez, arrebatadora y dulce. —Le he traído esto.

Me ofrece el ramo de flores y lo cojo dubitativa. No quiero dejarle pasar, no deja de ser un desconocido. Recorre con la mirada todo mi cuerpo, desde mis pies descalzos hasta mi pelo alborotado.

—Me quedas sin aliento Elizabeth, quiero decir, Señorita Taylor. —Sonrío ante su pésimo humor.

Abro lo que queda de puerta y le hago un gesto para que pase.

—¿Por qué has venido Alexander? —Digo mientras camino por el recibidor. Me paro y me doy la vuelta para ver si me sigue.— Dame el abrigo. Y ¿cómo sabes dónde vivo? — Pregunto con interés. Dejo caer el peso sobre la pierna derecha y espero su respuesta.

—Kate me lo dijo. —Quién iba a ser si no. ¿Debería enfadarme o darle las gracias? —Está saliendo con mi amigo Andrew, el rubio de la fiesta.

Amantes DesesperadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora