Capítulo 24

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Camelia estaba de nuevo en aquel sitio que no conocía, aquel bosque tupido con el que ya había soñado

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Camelia estaba de nuevo en aquel sitio que no conocía, aquel bosque tupido con el que ya había soñado. Esta vez ya se sabía el camino, fue hasta el claro y allí encontró a una mujer.

—¿Eres tú, abuela? —preguntó Camelia—. ¿Qué es lo que quieres decirme?

La mujer no respondió, hizo una señal y le pidió que la siguiera. Camelia así lo hizo y transitaron juntas por unas calles que ella nunca conoció. La mujer se detuvo frente a un lugar, y le señaló para que entraran, era una florería, una especie de vivero en medio de la ciudad. Había muchas flores, muchísimas flores de todos los colores y tamaños. La mujer las iba tocando, las olía una a una con alegría y de vez en cuando cortaba hojitas feas o lastimadas con mucho cuidado. Las flores no tenían formas a la vista de Camelia, eran como manchas borrosas de colores, había rojo, rosa, amarillo, y en el fondo, había toda una zona de blanco.

Camelia enfocaba los ojos una y otra vez para tratar de identificar si eran rosas o claveles, margaritas o begonias, pero no podía, solo veía manchas de colores que ella sabía eran flores.

—¿Qué son? —preguntó, pero la mujer ignoró sus preguntas.

Se detuvo frente a lo que parecía una pared de flores blancas y de pronto, las flores ya no eran flores, sino que una zona desaparecía para abrir una puerta.

La mujer sonrió cuando la puerta se abrió, y le insistió a Camelia que ingresara, pero ella no quería hacerlo, no primera.

—¿A dónde quieres que vaya? ¿Puedes ir tú primero?

La mujer negó con la cabeza y le insistió una vez más. Camelia ingresó con cuidado. Lo único que pudo ver era una habitación muy blanca, muy vacía, hacía mucho frío allí y entonces se volteó para salir de nuevo, pero vio que la mujer le saludaba con la mano y la puerta de las flores volvía a cerrarse.

—¡Espera! ¿Abuela? ¡No me dejes aquí!

Una chimenea de ladrillos apareció entonces en medio de la pared que había desaparecido y Camelia se acercó a ella, tocó una de las maderas que allí había y el fuego ardió de golpe, el frío se fue de inmediato y un sopor comenzó a instalarse en su alma. Una alfombra apareció entonces en el centro, era azul oscuro y peluda. Mel se sintió cansada, por lo que se recostó en la alfombra y se quedó dormida.

Un rato después, cuando abrió los ojos, estaba en su cama y todo había sido un sueño.

Se levantó y comenzó su rutina para ir a trabajar, estaba cansada porque el fin de semana había sido agotador, sin embargo, su alma se sentía feliz, se sentía a gusto, liviana y con ganas de iniciar el día.

Se metió a la ducha y cuando salió, no hizo lo de siempre, evitar mirarse al espejo y salir lo antes posible. Esta vez se quedó allí, de pie frente a su imagen cubierta por una toalla blanca y el cabello mojado. Se miró, recorrió con sus dedos su rostro, sus pómulos, sus labios, aquellos que habían sido hechizados por la boca de Ferrán.

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