~ LVII ~ NATHAEL

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Llegué a casa de Pol sin lágrimas en los ojos. Decidí que no quería que aquello me entristeciera el día. Le envié un mensaje diciéndole que ya estaba abajo y que me abriera la puerta. Lo hizo al instante.

Entré en el portal y crucé un pasillo ancho que llevaba hasta el ascensor y, más allá, las escaleras. Decidí subir por las escaleras para despejar más mi mente. Llegué a su puerta con una sonrisa en los labios; había decidido algo.

Llamé al timbre y me abrió con una mirada de niño entusiasmado. Me atrapó en un abrazo que tenía nostalgia de cinco años y me dio un beso con aroma a sonrisa tranquilizadora de la abuela. Me acarició el corazón con silencios de magia renovadora y sentí que todo era mucho más sencillo. Me dejé de llevar por el deseo a hogar que albergaba mi corazón y la dulzura que me era demandada por parte de mi amor dolido.

Me adentré en aquella casa, impostora, que intentaba engañarme para que la sintiera hogar. Fui seguida por Pol, que me indicó que tomara asiento en un sofá de un rojo claro de una extrañeza irracional. Liberé mi imaginación cuando mis piernas y mi espalda rozaron la tela arropadora. Pol se sentó junto a mi, después de dejar dos vasos de agua en una pequeña mesa cercana. Y empezamos a entretejer sentimientos con pigmento de palabras recientes. Pronto se nos unieron dos libretas, dos bolígrafos y dos guitarras. Perdimos la noción del tiempo entre aquellos elementos que creaban nuestro propio paraíso infinito. Me centré en plasmar todos mis pensamientos en conjunto con los de Pol en una canción que acabó separándose en tres diferentes. Hablamos, cantamos, nos miramos, reímos y también nos emocionamos. Pasó una infinidad en fragmentos inquebrantables de tiempo y vivimos mil millones de vidas en unas horas.

Compusimos una canción entera y dejamos dos en pedacitos incompletos. Estuvimos un rato más haciéndonos compañía, como si fuésemos viejos amigos que solo necesitan sentirse cerca para respirar la vida y compartirse los pensamientos suspirados, el uno al otro.

Dejé a Pol en su casa horas después de haber entrado, cerca de las seis y media de la tarde, para adentrarme en la monotonía de las calles de Madrid. Respiré el aire apelmazado que se removía con inquietud entre los edificios y sentí que me asfixiaba. Decidí escuchar música para calmar mis impresiones y poder continuar con la ruta hasta mi casa. Al encender el móvil, descubrí que no tenía ningún mensaje. Y entendí que no tendría ninguno en lo que quedaba de día; al menos, no de la persona que yo quería. Me volví a guardar el aparato después de que la música se empezara a reproducir a través de mis auriculares y seguí andando.

Una idea rondaba por mi cabeza, intentando que le prestara más atención y desviara mi trayectoria. Sin embargo, no lo hice. Me dejé guiar por la rutina conocida por mis pies y recorrí las calles que llevaban hasta mi casa.

Llegué sin mucha demora y me tumbé en el sofá, con la música aún sonando en mis oídos. Cerré los ojos y suspiré. La calma me envolvía y me ralentizaba la respiración del corazón. Tenía la cálida dulzura del sentimiento a hogar. Me sentía a gusto y no quería dejar escapar aquel agradable momento. Yo solo quería que aquel momento durase la vida de un universo.

Aún así, no tardé mucho más de media hora en levantarme, prestándole atención a aquel pensamiento que hacía rato que había nacido en mi mente. Apagué la música y entré en Instagram. Pensé que aquella acción no tenía relación alguna con lo que pretendía hacer hasta que me encontré a mi misma mirando las historias que había colgado Pol y, poco después, las que había colgado Alba. Volví a dejar el móvil y me dirigí al lavabo. Salí ocho minutos después, un poquito mejor peinada.

Salí directamente por la puerta después de haber cogido dinero, la tarjeta de metro, las llaves y algunas cosas indispensables más. Me volví a sumergir en la calle, con un rumbo y un destino claros. Anduve con una marcha intermedia, centrada en mis pensamientos e intentando encontrar un plan de acción para llevar a cabo mis ideas.

Caminé durante unos treinta y cinco minutos sumergida en mi mente. Llegué a un local bastante alejado que no llamaba demasiado la atención. La calle estaba tenuemente iluminada y no era muy ruidosa. El local estaba en un lateral de la calle, rodeado por persianas bajadas con tímidos grafitis esparcidos aquí y allá. Tenía unas letras de colores, que pasaban desapercibidas, en lo alto de la entrada, que consistía en una puerta doble de grandes dimensiones. Me acerqué a la entrada desolada de aquel local y entré, pudiendo escuchar el suave susurro de la música que provenía del interior. Un hombre trajeado de rostro gélido me salió al paso. No era más alto que yo ni tampoco era corpulento como un armario; sin embargo, me atravesó con la mirada y me apuñaló con una voz impasible.

- ¿Quién eres y cómo has encontrado este lugar? - atacó sin parpadear.

- Soy Natalia Lacunza. Una amiga mía, Alicia, me enseñó este local hace más de un año. He venido porque quiero traer a una chica especial aquí esta noche. ¿Puedo hablar con Nathael?

- Por supuesto, pasa. Bienvenida. - me sonrió ligeramente el hombre.

Entré por una puerta rodeada del típico telón rojo de los teatros y me adentré en una enorme estancia iluminada alegremente. Había mesas decoradas de todas las formas posibles repartidas por toda la estancia. El suelo brillaba con un destello cálido y acogedor, reflejando la colorida luminiscencia con la que bailaban las diversas lámparas que colgaban del techo, se apoyaban en la pared o se erguían encima de una mesa. No había mucha gente pero, aun así, había un cierto ambiente perfumado con felicidad y libertad indiscreta. Sonreí sin poder evitarlo: me encantaba aquel exquisito lugar con gusto a secreto mágico. Crucé la sala hasta llegar a la parte opuesta a la puerta de entrada, donde me encontré con el lateral de un escenario ladeado en el que una orquesta tocaba música melosa. Atravesé unas cortinas anaranjadas que cubrían otra puerta y me adentré en un pasillo silencioso. No tardé mucho en llegar a una puerta dorada que brillaba por las luces del corredor. Sin embargo, estaba cerrada con llave. Llamé varias veces y busqué inmediatamente la llave de la puerta. Encontré otra sala sin puerta y entré, dirigiéndome directamente hacia una estantería del fondo, donde reposaba una llave grabada con las iniciales NM. Cogí las llaves y las llevé a la puerta. Me adentré en una especie de camerino en la que un hombre de unos cuarenta años me esperaba.

-Estaba seguro de que sabrías entrar sin mi ayuda.

- Y yo sabía que aunque llamase a la puerta no me ibas a abrir.

Ambos nos sonreímos, lentamente, como si tuviésemos una eternidad por delante para poder sonreírnos con tranquilidad. Me acerqué a aquel hombre mediano trajeado de varios colores, el cabello oscuro, ojos claros como la miel, nariz delicada y la sonrisa enigmática del niño misterioso. Me abracé a su cuerpo, sabiendo que hacía mucho que no lo hacía y me permití el lujo de disfrutar de su contacto, que me transmitió la calidez del hogar familiar. Sin embargo, no tardamos mucho en sentarnos en un sofá granate de película y empezar a hablar de la situación que tenía entre manos.

Salí de aquel local casi cuarenta minutos después, con luz verde para hacer lo que me proponía. Y, así, sin más preámbulos, me dirigí a mi deseado destino.

¿Nuestra relación solo es en OT?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora