Capítulo Diecisiete.

1K 133 53
                                    

Ruth.

Respiré profundamente, cerré los ojos y jugué con las manos mientras intentaba darme ánimos para enfrentar lo que vendría. Repetía una y otra y otra vez que debía mantenerme fuerte frente a mi padre.

En cuanto estuve lista, empujé las puertas de metal de aquel pasillo de hospital, el contacto frío del material me estremeció por completo cuando estuvo en contacto con mis delgadas manos. El olor a desinfectante, enfermedades, desesperación y desesperanza pululaba por todas partes, los recuerdos que me traían provocaron mil y una emociones más en mi.

Mientras caminaba por el pasillo de paredes blancas con aparatos y otras cosas que desconocía, buscaba la habitación en donde podría encontrar a mi padre. Cuando llegué al final del pasillo pude ver el número 409-8D en una de las puertas y sin dudar entré.

El señor Castro se encontraba recostado en una cama, sus ojos se mantenían cerrados, ambas manos descansaban sobre su vientre cubierto por una manta blanca. El nudo que se hizo en mi garganta era demasiado grande y doloroso, mi corazón se oprimió al verlo ahí de esa manera.

No pude detener la lágrima que descendió por mi mejilla y que rápido quité con mi mano.

—¿Papá? — susurré en cuanto llegué hasta él.

Su rostro estaba más pálido de lo normal, las bolsas negras bajo sus ojos y los labios rotos me hicieron entender la gravedad de la situación en la que se encontraba.

Un ente maligno comenzaba a consumir su vida cada día más; y eso me asustaba lo suficiente. Me asustaba el solo pensar que podría perderlo en cualquier momento.

Abrió sus ojos lentamente mientras se adaptaban a la luz y buscaban al dueño de dichas palabras. El nudo en mi garganta se volvió más grande de lo que ya era. Mi alma entera se sentía dolida y angustiada por lo que estaba viendo.

— Mi niña hermosa— dijo con voz queda y un poco de dificultad.

El corazón se me oprimió incluso más de lo que ya estaba. Mi pulso se aceleró mientras que mis manos comenzaron a temblar.

— ¿Cómo te sientes, papá?— tomé una de sus manos entre las mías.

Fría como un hielo y cálida como la lana, así se sentía. No quería volver a soltarla nunca más.

— Agotado... con sueño... mareado. El doctor dijo que era normal...

— Lo sé, hablé con él.

Cerró sus ojos por unos segundos y suspiró agotado.

Dolía. Dolía verlo así.

Su rostro apagado y pálido volvían a abrir aquella herida en mi pecho que creía haber cicatrizado anteriormente. Lo cierto era que el dolor no se comparaba en lo más mínimo; uno dolía más que el otro. Quizá por que ahora me encontraba en la edad suficiente para comprender las cosas, podría ver todo desde otra perspectiva y ya no era una niña.

Mi realidad de ahora era muy distinta a la de antes, el peso caía por completo sobre mis hombros.

No me quejaba, en la vida todo sucedía por algo y cada quien debía cumplir el propósito que Dios tenía para nuestra vida. Y si era su voluntad el que mi familia y yo volviéramos a pasar por esta situación, entonces aceptaba todo lo que viniese de él.

De algo si estaba segura: Dios no abandona a su pueblo aún si eso es lo que parece. Eso es algo que podemos ver en las historias bíblicas.

—¿Dónde has dejado a tu hermano?— preguntó mi padre minutos más tarde.

Un Regalo De Dios.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora