Capítulo Treinta.

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Ruth.

Una vez, cuando tenía trece o catorce años, mi madre tomó mi mano y me arrastró con ella a una tarde de chicas. Mi padre había quedado a cargo del pequeño Ramsés, mientras que nosotras nos dábamos pequeños cariños como las damas de la casa.

Recuerdo muy bien ese día, pues era uno de los últimos momentos junto a ella que atesoro en lo más profundo de mi corazón como si fuera una biblia. No podría siquiera pensar en sacarlos de mi vida porque era lo poco que me quedaba de ella.

Por la mañana fuimos a un salón de Spa; luego, al salir, nos dirigimos al mall en donde primero disfrutamos una película de acción y comedia juntas; después entramos a varias tiendas de ropa y algunas otras de zapatos.

Nos divertimos y reímos tanto ese día, sin prestar atención a cómo las cifras de las tarjetas que Ramsés nos había dado bajaban demasiado rápido para nuestro propio gusto. El pobre señor casi que sufre un colapso cuando se dio cuenta de todo lo que habíamos gastado en solo un día, sin embargo no reclamó o dijo algo.

Él ya sabía que podría ser la última vez que disfrutáramos juntas.

Ese día, en medio de la conversa, salió el tema de los noviecitos o pretendientes. Casi muero cuando ella lo mencionó.

—Cuando tengas que casarte — casi escupo el refresco que estaba a punto de beber—, debes saber elegir bien.

—Mi futuro esposo debe ser alguien como papá.— sonrió, asintiendo.

Mi padre era el hombre más amoroso que había conocido en el mundo, amaba a esa mujer de una manera única y especial. Ella era su talón de aquiles en los momentos más difíciles, luchó para ganarse su amor y una vez lo tuvo siguió luchando para que nunca se agotara.

Lo admiraba mucho y siempre le pedí a Dios por alguien tan maravilloso como él.

—Es muy difícil encontrar al hombre de nuestros sueños hija, pero nada es imposible cuando creemos en un Dios sobre natural capaz de convertir el agua en vino. Si quieres a un maravilloso hombre en tu vida que no te dé un mal vivir y que te ame, debes arrollidarte y pedir por él cada día, pelear la batalla y esperar el tiempo de Dios.

—¿Entonces debo orar para que Dios me dé un hombre como papá?— pregunté sin dejar de comer las papitas fritas.

—No exactamente como él pero sí, debes orar siempre y pedirle a Dios por la persona que quieres.

—¿Pero y si no es como él, qué hago?— pregunté.

Mi madre era una mujer maravillosa, creció en los caminos de Dios siguiendo y escuchando su palabra desde que nació. Era una guerra que peleaba sus batallas de rodilla y con fe. Escucharla hablar siempre fue de gran edificación para mi, y extrañaba seguir haciéndolo.

—Buscar dirección de Dios, Ruth, siempre que debas tomar una decisión busca su presencia, pídele ayuda para que guíe tus pasos y verás que él tomará el control de la situación y te mostrará qué es lo mejor para ti. Pero siempre procura buscar dirección de él, una mala decisión puede costarte mucho en este camino.

Y cuánta razón tenía.

Una de las razones por la que yo no permitía que algún hombre se me acercara con doble intensión o que mi corazón sintiese por alguien lo que no debía era por ella. Mi madre aquel día me enseñó que no debía tener cuidado con el hombre que eligiera como esposo porque solo habían dos posibles caminos y si quería lo mejor para mi futuro debía seguir la dirección del Señor y aceptar sus decisiones aunque no fuera lo que deseaba.

Desde que ella falleció, hasta el día de hoy y sin contar mi enamoramiento platónico, jamás permití que sentimientos erróneos se apoderaran de mi razonamiento y me hicieran caer. Debía guardar mi corazón solo para Cristo porque él escogería solo lo mejor para mi.

Un Regalo De Dios.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora