Capítulo Treinta y tres.

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Matías.

—El señor que estaba en tu casa esa noche, ¿qué es tuyo?— preguntó Ruth de pronto, llamando mi atención.

Me mordí el labio al mismo tiempo que muevo los dedos alrededor del timón, al son de la música que se escucha de fondo. Una alabanza de la cual solo me sé el coro que dice: remolineando, remolineando, celebraré a Jehová. Y eso es porque Amanda la suele cantar en los cultos y a Ruth le gusta escucharla mucho. No soy de aprenderme canciones, mi cabeza solo registra números de tanto verlos a diario.

—Es mi hermano mayor— respondo,  sin darle tantas vueltas al asunto.

Sabía muy bien que desde aquella noche había querido preguntar por él, pero se contenía suficiente para no parecer entrometida. Lo cierto era que ella podría preguntar todo lo que quisiera, yo respondería con sinceridad e intentaría aclarar sus dudas siempre.

Ruth merecía que siempre le dijera la verdad, sin qué y sin omitir la mínima cosa. Debía comenzar a contarle sobre mí antes de que alguien ajeno lo hiciera.

—Creí que Clara era tu única hermana.

—Técnicamente lo es. No tengo otra hermana, por lo que tengo entendido. Y sobre Matteo, pues... nuestra relación no ha sido la mejor, además, hace años se mudó fuera del país. No le había vuelto a ver hasta esa noche.

—Ya.

—¿Por qué lo preguntas?— cuestiono con interés pero sin hacérselo saber.

—No sé si lo sepas, pero quise arrancar su cabeza en cuanto lo reconocí.

—Deja de decir eso— la interrumpo—, pareces la reina esa que sale en Alicia queriendo arrancar la cabeza de todo el que te cae mal.— bromeo.

—¿Estás diciendo que mi cabeza es gigante?— inquiere haciéndose la ofendida.

—Dios, ¿no pudiste hacerla más dramática?— me inclino un poco hacia adelante y miro al cielo como si le estuviese recriminando a Dios ese hecho.

—¡Oye! Yo no soy dramática— se queja.

—No. Para nada— interviene la pequeña bestia, quien había estado en silencio todo este tiempo.

Nos encontrábamos camino a recoger a su padre para irnos juntos a la hacienda por las festividades de fiestas patrias. Era domingo por la tarde y recién habíamos salido del culto, Ramsés se había quedado en casa al no sentirse bien pero aún así insistió en que pasáramos por él antes de marcharnos.

No le habíamos contado la decisión que tomamos, mas bien nadie sabía que hubo una noche en donde le comenté los pensamientos de su padre y le propuse aceptarlos, lo cual no ocurrió. Pero, al cabo de unos días, apareció a media noche en mi casa proponiéndose. Y así fue como llegamos a un mutuo acuerdo: casarnos.

Posiblemente nos tomaran por locos o unos niños que no sabían lo que querían, pero la realidad era que yo sí tenía en claro con quien quería pasar el resto de mi vida sirviendo a Dios; y Ruth, aunque aún era joven, jamás le había visto tomar una decisión sin antes sentir que era lo correcto.

Conocía poco de sus sentimientos hacia mi persona al igual que ella sobre la magnitud de los míos; aún así, tendríamos tiempo de sobra para demostrarnos el uno al otro lo que sentíamos. Le haría partícipe de lo que sucedía en mi interior con solo escuchar su nombre.

—¿Bueno? — Ruth y yo guardamos silencio cuando Ramsés atiende una llamada.— Sí, claro. Solo que debe ser la próxima semana... Listo. Adiós.

La pelinegra y yo nos miramos con intriga, sin embargo no mencionamos nada al respecto. El pequeño Ramsés últimamente había estado más a la defensiva que cuando niño, algo sucedía con él y no quería hablar al respecto.

Un Regalo De Dios.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora