Capítulo 3

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A las tres menos diez, estaba ya sentado en su escritorio cuando su asistente personal lo llamó por la extensión, avisando de que la pareja Willson acababa de llegar y aguardaba instrucciones. Damien pidió a Anne que acompañase los clientes a la sala de reuniones y lo aguardasen allí, como hacía con todos los clientes en la primera vez que entraban en las oficinas.

Al entrar en la sala, minutos después, encontró los dos clientes de espaldas para él sentados en el sofá, cada uno en su punta. Las salas de reuniones de sus oficinas consistían en dos sofás blancos gigantes volcados uno para el otro y con una refinada mesa de café en el centro, toda de mármol negro. Se había dado cuenta de que, un poco como la psicología, ese tipo de ambiente dejaba los clientes más confortables y así podrían obtener respuestas más asertivas y verídicas de los hechos. Mejor de que una simple mesa impersonal de reuniones en las que no existe ninguna comodidad.

—Buenas tardes, señora y señor Willson, mi nombre es Damien Becher, pero eso ya vosotros sabéis, ¿estoy en lo correcto? —dijo con toda la altivez y arrogancia del mundo a la medida que se sentaba en el sofá para quedarse enfrente de ellos.

—En parte sí —replicó el hombre con la misma arrogancia—. Su nombre está esclarecido, pero ahora lo único que pretendo es que esta señora aquí a mi lado deje de llamarse Willson.

Damien miró a James Willson con los ojos estrechos y penetrantes. Resultaba ser que ese favor que hizo a su amigo iba a costarle más de lo que esperaba. No le gustaba nada clientes estúpidos. Para eso estaba él que podía.

—Muy bien, entonces creo que estamos presentados, señor Willson. ¿Y usted debe de ser...la señorita...? —giró el cuello lentamente hace el lugar donde estaba sentada la mujer que acompañaba el energúmeno ese, pero su sangre se heló en el mismo instante. Sus ojos chocaban con un ser impresionantemente exótico. Vislumbraban una mujer de largos cabellos color caramelo, ondulados como se hubiesen salido del mar, con unos ojos almendrados enormes donde cabían iris de color miel con destellos de oro brillante. Parecía Broke Shields en la película de la Laguna Azul, con la diferencia del color de los ojos. Se quedó anonadado al mirar aquella chica, que parecía no tener más que veinte y pocos años; con un rostro virginal de tan suave y aterciopelada que era su piel, donde suaves pecas muy sutiles prorrumpían por las laterales de la nariz.

Ciertamente, hubiera esperado cualquier cosa menos una mujer así. No sabía la razón por la que había hecho tal juicio de valor sobre lo que podía o no ser un cliente; la sorpresa de encontrar una chica con aquella figuración inocente y angelical, joven y que en nada se parecía con la descripción ácida que su amigo había mentado, lo dejó perplejo.

La chica le enseñó una sonrisa muy genuina y lo saludó, con la más elegante cordialidad.

— Buenas tardes, Dr. Becher, encantada de conocerlo. Mi nombre es Kalenna Willson, de momento. Espero que usted tenga la amabilidad de prestarnos sus servicios para que prontamente, como decía mi "gentil" actual marido, pueda volver a llamarme mi real nombre: Kalenna Montegomery.

Damien tragó en seco.

—De eso no tenga usted la menor duda. —No sabía de donde le había salido tal pensamiento, pero fue lo único que él pudo decir.

A la continuación, empezó por informarles de cómo se iban a desarrollar los servicios y todos los trámites necesarios para abrir su caso. Se levantó para coger el teléfono y llamó a su asistenta para que le acercase los contratos para firmar, y de paso que trajera agua, café y té para todos. Necesitaba beber agua urgentemente, se había quedado más seco que una piedra en el desierto.

Cuando Anne trajo los refrescos se sintió mucho mejor y tras las formalidades necesarias, Damien empezó a escuchar lo que sus clientes tenían para decir.

—Hemos firmado un acuerdo prenupcial en lo que quedaba bastante patente que no tengo que dejar nada a esta señora, mucho menos alguien que ni hijos me ha dado. Aparte, no quiero que se quede con nada, lo único que quiero es que se marche de mi casa lo más rápido que sea posible y que todo esto se termine. Y, con toda la franqueza, doctor, estoy siendo muy amable y generoso con ella. Con esto digo todo y no digo nada. —Las palabras de James salían disparadas como flechas.

Damien estaba acostumbrado a estas discordias de familia, el último par de años había sido testigo de las cosas más increíbles y de las acusaciones más indecibles. La ira con la que llegaban a su despacho los clientes que buscaban un divorcio litigioso era el antónimo al día de su boda. A él poco le importaba. No creía en el matrimonio y, menos aún, en los compromisos y juras de amor eterno. Hubo un momento en su vida que ambicionó todo aquello, pero tuvo la suerte de conseguir salir de ese laberinto a tiempo de no cometer el mayor error de su vida.

James seguía soltando frases sin sentido, todas muy poco afortunadas, siempre ignorando la presencia de la señora sentada a poca distancia de él. Hablaba de propiedades, bienes, de acuerdos y en resume lo poco que estaba interesado en compartir su evidente fortuna con la persona a quien juró amor hasta que la muerte los separase. Tal vez por la frialdad con la que encaraba las relaciones humanas le ayudaban a ser tan bueno en lo que era. Era pragmático, directo e implacable. Raramente perdía una causa que defendiera o le llegase en manos.

—Creo, señor Willson que dejó usted bien claro su posición con relación a su mujer.

—Exmujer... e.x.m.u.j.e.r.—deletreaba la palabra como si estuviera hablando con niños de dos añitos. A Damien aquello lo puso enfermo. Tuvo que calmarse interiormente para no pedirle que saliese de su despacho. Le gustaba poco las actitudes repelentes de ciertos seres humanos. Él podía hasta considerarse despiadado en sus procesos y casos en tribunal, pero jamás había tratado una persona con esa hosquedad. Reconocía que muchas veces había sido insípido y frío con algunas de ellas, pero nunca trató ninguna mujer con ese desprecio, al contrario. Las mujeres solían sentirse muy felices y satisfechas después de estar en su presencia.

Damien giró nuevamente la cabeza para Kallena, que durante todo aquel discurso insólito había permanecido callada, impávida y serena en su elegancia sobrenatural. Aquella mujer tenía un algo de atrayente y sensual que era indescriptible.

—Señor... ita... Montegomery —corrigió, después de echar una rápida mirada a James—, tiene usted algo que quiera decir en su defensa o que quiera darme a conocer ahora mismo, ¿que pueda elucidarme en su parte de este proceso?

—Sí. —Hubo un breve silencio durante el cual nos miramos entre nosotros—. Quiero contratarlo de forma individual para este proceso. No quiero llevar el proceso en conjunto con mi futuro exesposo.

James bufó aire de forma exagerada y burlona.

—¿Y puedo saber con qué dinero vas tú a pagar los servicios del señor Becher? —Damien casi lo fulminó con la mirada cuando lo escuchó dirigirse a él como señor—. Al mejor, no digas nada más, está claro como podrías tú pagar los servicios. No se espera mejor de alguien de tu calibre. Es el talento natural que tienes.

Damien se enfureció de tal manera con aquella impertinencia, completamente fuera de lugar, que no le restó más alternativa que decirle:

—SEÑOR JAMES —enfatizó cada palabra y subió el tono—, no voy a admitir en mi despacho ese tipo de lenguaje e insinuaciones, por favor, quiera usted retirarse de la sala. Esta reunión está terminada. Le recomiendo a que busque usted un abogado de su calibre.

Se levantó conforme dijo las últimas palabras y colocó una postura bastante intimidante. James hizo una mueca, y con la misma arrogancia con la que había entrado allí, soltó:

—Me habían dicho que usted era el mejor, pero veo que me he equivocado. Tenga un buen día. Puede quedarse con ésa lo que le dé la gana. No vale ni el felpudo que tiene usted en la entrada.

Y con la frase aun oscilando en el aire se fue de la sala, dando un portazo.

El abogado de familia © *TERMINADA Y COMPLETA*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora