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Cuando la oscuridad cubrió sus ojos no habían pasado ni dos horas desde que salió a la calle. Ya había visto a sus amigos y ellos la habían oscurecido. Ella antes de verlos estaba ansiosa porque creía que ellos la harían olvidar todo lo anterior. Ellos ni siquiera sabían qué era lo anterior debido a que ni siquiera sé fijaban en ella y en aquella boca triste que había dejado de hablar. Por momentos se planteó partir para siempre, volar bien lejos con sus alas de papel, pero eso significaba abandonar todo lo que amaba para enfrentar a lo desconocido.
Ella tenía miedo, demasiado miedo como para cumplir su anhelo de volar. Sabía que algún día lo dejaría todo pero no se decidía. Pero con el paso del tiempo sus ojos perdieron ese hermoso color sauce, incluso el blanco de sus ojos se perdió y todo lo que quedó fue un pozo negro, profundo y vacío del cual no se podía salir.
Casi había terminado el día y su piel tenía la blancura de una hoja de papel, su boca era del tono de los caramelos de fresa que tanto le gustaban y en sus mejillas húmedas no quedaba ni rastro de las pecas que el sol le había regalado. Su cuerpo desnudo y frío se encontraba en una esquina del cuarto vacío, temblando en posición fetal como abrazándose a si misma, como queriéndose.
Su espalda había comenzado a rasgarse y brotaba la sangre como de una fuente. Ella gemía de dolor pero no hablaba, y de su carne rota se veían nacer unos destellos de plata, tan brillantes que cegaban. Ella seguía con su llanto pero ahora se le veía sonreír. Su cuerpo continuaba rasgándose y los destellos se convertían en alas.
Ella sonreía pero si dolor seguía a flor de piel y se le veía en la sonrisa. Una ráfaga de viento cruzó la estancia y ella desapareció, dejando tan solo una pluma ensangrentada en el suelo como recuerdo y como promesa. La imagen de su sonrisa seguía en el aire, y bastaba pensar en ella para echar a volar.

Textos del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora