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No sabes lo que haces, solo tocas notas al azar en el gran piano que tienes frente a ti. No hay nada más en esa habitación tan blanca, o al menos no lo puedes ver. Cada tecla te atrae sin saber siquiera su nombre.
En cuestión de segundos haz creado una melancólica melodía y no sabes de dónde salió; tus dedos se arrastran solos por el repertorio de teclas como sujetados por hilos de titiritero. Sientes una palmada, luego otra y otra. Una multitud de aplausos resuenan en tus oídos y ya no estás ahí; estás en la calle, sin piano, sin paredes pálidas cual lápida de mármol. A tu alrededor caminan personas tristes hacia una dirección u otra, nadie te mira, nadie levanta la mirada del suelo de granito. Giras sobre tu propio eje e intentas sonreír admirando los colores del cielo, el pequeño avión que vuela sobre sus cabezas, la canción de cuna que llega desde un edificio lejano.
Eres el primero que sonríe en ese hermoso mundo de seres helados, pero no eres el último. Alguien levanta la vista y te ve; entonces despierta de su ensueño y para en seco. Tras él choca otro sorprendido, casi preguntándose como llegó a allí. Este jala a uno más de la manga de la camisa y así van despertando uno a uno, desconsertados ante la belleza que invade sus ojos.
Vuelves en ti, otra vez estás delante del piano, en una habitación de paredes no tan claras, no tan vacías. Recuerdas con anhelo el escenario anterior y notas que todos los dormidos llevaban tu mismo rostro: los mismos ojos irritados que lavaste esta mañana ante el espejo, la misma expresión vacía. Sales de la habitación y regresas a tu reflejo, ya no eres el mismo, no se nota mucha diferencia pero sabes que haz cambiado, que ya puedes reír sin descoser los remiendos de tu corazón.

Textos del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora