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Nada más poner un pie en la calle el olor a mar inundó mis pulmones. No había nadie alrededor y el cielo estaba de un gris negruzco parecido al de las pizarras gastadas por la tiza y el tiempo; era el último día perfecto. Los gatos caminaban ajenos a los tormentos de la humanidad, sabiendo que no tenían por qué involucrarse.
Sólo se podían oír las campanadas de una iglesia lejana a la que ya nadie volvería a acudir.
El pavimento se despedía de las continuas pisadas, los lunes de los tristes quejidos, las flores del miedo a ser arrancadas. Nadie sabe por cuánto tiempo sería, la última vez el viento dejó de acariciar los labios y hacer sonrojar las narices de frío. Hoy otra despedida de haría para siempre, pero como no sabemos cuál, despedimos todo cual bienes incalculables.

Textos del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora