Capítulo 6. 𝙲𝚞𝚒𝚍𝚊𝚍𝚘 𝚌𝚘𝚗 𝚎𝚕 𝚕𝚘𝚋𝚘.

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—¡¿Haim?! —gritó Jeremy desde el sillón, levantándose atropelladamente mientras se acercaba a mi lado—. ¿Qué ha pasado?

No encontré las palabras adecuadas para ese momento, porque toda esa valentía para alejar a Adán me había agotado por completo. Mis piernas sentían un ligero hormigueo que iba desde la cadera hasta el tobillo, mi mano izquierda sujetaba el libro con fuerza y las llaves de mi mano derecha se cayeron contra el suelo. Toda la tensión generalizada incitó a mi cuerpo a temblar levemente y mi respiración aún se mostraba entrecortada pese a estar en casa, y aunque quería que Jeremy me dejara en paz y no me abrumara, le dejé acercarse.

—¿Quién ha sido? —expresó con terror al ver las heridas de mi cara—. ¿Sabes quién fue?

Tragué saliva y negué con la cabeza lentamente, intentaba recoger todos los pedazos de mí mismo y rejuntándolos lo mejor que podía. En cuanto intenté levantarme me volví a caer, así que Jeremy me cogió del brazo y me llevó hasta el sofá biplaza. Sentía una mezcla de emociones, aunque no tan explosivas, y eso conseguía ponerme tenso. Frustración, nerviosismo y confusión eran las tres emociones que se licuaban en mi cabeza en un tornado de colores. Rojo, azul y un púrpura sucio, volviéndose una criatura imaginaria sin un color calificable.

—Estoy bien —conseguí decir con dificultad mientras dejaba el libro a mi lado.

—No, Haim —endureció su tono y se marchó hacia el piso superior, tardando unos pocos segundos antes de volver con gasas  y alcohol entre sus manos. En cuanto se sentó en el sofá el dolor de mi espalda me arrancó un siseo de dolor—. No estás bien, no te hagas el fuerte.

—Sé cuidar de mí mismo —gruñí a la vez que le arrancaba el alcohol de las manos—. No necesito que todo el mundo me trate como un niño, Jeremy.

—No siempre podrás luchar tú solo —dijo resignando, dejando las gasas en la mesa, se levantó del sofá y se fue hacia la cocina abierta—. Te haré un poco de sopa para que no tengas que abrir mucho la boca.

Después de curarme las heridas y cenar —más pronto de lo normal— me marché a mi habitación con el libro en la mano. Pude sentir durante todo el tiempo en el salón que mi padrastro me miraba con expresión preocupada —algo normal en él—, pero no dijo nada pese a yo saber que tenía ganas de hablar. En cuanto llegué a mi cuarto cerré de un portazo y lancé el libro sobre la cama.

Llevó un buen rato reconstruirme a mí mismo mediante ejercicios de respiración, rascarme la cabeza con ambas manos, patear la madera de la cama —sufriendo dolor— y soltando palabrotas a media voz. E incluso me puse a dar vueltas por la habitación como un animal enjaulado, repitiéndome que todo estaba bajo control y no quemaría a nadie. 

No debía de hacerlo, por mi bien.

En cuanto se me ocurrió irme a por el pijama y abrí el armario, sentí un escalofrío que me recorrió toda la espalda hasta parte del cuello. Por mero instinto me giré, mirando en todas las direcciones y no vi nada; quizás aún seguía conservando cierto alarmismo por lo que pasó en la calle. Sí, tenía que ser eso. Pero por si acaso eché las cortinas, me cambié la ropa y me metí en la cama con el libro entre mis manos. 

Lo estuve mirando por un rato sin mucho entusiasmo, pero al final lo abrí para ver que decía:

«La termokinesis es una habilidad muy poco frecuente entre los seres humanos. La capacidad de controlar la temperatura es algo que va más ligado a los animales, ayudándoles a adaptarse al ambiente que les rodea; sin embargo, los humanos no poseemos esa capacidad salvo en excepciones puntuales como, por ejemplo, cuando estamos enfermos. Obviamente sin poder controlarlo por nosotros mismos.»

𝕹𝚘 𝓢𝚘𝚢 𝓣𝚞𝚢𝚘Donde viven las historias. Descúbrelo ahora