Capítulo 17. 𝙰𝚋𝚛𝚊𝚜𝚊𝚍𝚘.

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Dicen que los besos más especiales son, con diferencia, los que congelan el tiempo a tu alrededor. Pero, ¿qué pasa si sólo se congela lo que tienes en el pecho, antes de sentir como miles de minas estallan dentro de tu cuerpo?

Ahora mismo no busco explicación, porque esto no va a ser una historia de amor repleta de corazones y mariposas; con final feliz.

No quiero algo así. No lo necesito. 


Podía sentir sus labios, cálidos, tocando los míos mientras el tiempo comenzaba a girar las manecillas del reloj. Los latidos de mi corazón aporreaban mi caja torácica con violencia, mis ojos comenzaban a arder y mi cuerpo, el más violentado de la acción, subió tantos grados que casi creí que había activado la piel de salamandra en algún momento. Pero no fue así. Adán no se alejó ante mi contacto, sino que tenía los ojos cerrados y la mano cerrada en un puño mientras me aferraba a sentir la piel de su boca.

Iba a ser hombre muerto.

En cuanto sentí que sus labios intentaban abrir los míos, acumulé toda la rabia en mi puño, golpeándolo a modo de gancho. Algo se había roto, escuché un crujido. El cuerpo del rubio cayó hacia atrás, golpeándose la nuca contra el sofá y liberándome de su agarre. Le golpeé con tanta dureza que los músculos de tres de mis dedos se enrojecieron, dando el aviso a que no tardarían en hincharse.

—¡¿Qué diablos haces?! —chillé furibundo, asomándome donde estaba el cuerpo de Adán. 

No estaba inconsciente, sino que estaba ahogando el dolor de la nuca mientras intentaba no mover la mandíbula. Si mis sospechas eran ciertas, se la habría quebrado o, como mínimo, desplazado.

Por una vez, en muchísimo tiempo, sentí la verdadera necesidad de quemarle vivo. Le diría las palabras con total claridad para que me escuchara, que ardiera mientras todos sus nervios morían al mismo tiempo, y que lo último que viera antes de irse al otro barrio fuera mi cara mostrándole el verdadero significado del repudio. 

No me importaría que supiera mi secreto, ahora que yo mismo me encargaría meterlo en una urna y lanzarlo a la basura.

—Ha sido un buen gancho —movió su boca mientras sus huesos traqueteaban, como si se estuvieran recomponiendo lentamente—. Aunque sigo diciendo que te falta fuerza —terminó carcajeándose mientras yo le miraba, totalmente confundido, por no entender cómo diablos podía llegar a mover la boca sin quejarse.

Ya está, a la mierda el plan, lo carbonizaría ahora mismo.

—No vas a salir con vida de esta habitación —amenacé con deje oscuro en la voz, y él se limitó a enfrentarme con una sonrisa burlona—. Vas a arder...

—Con esa rojez que te cubre la cara, diría qué el que estás ardiendo eres tú —bromeó. En cuanto abrí la boca para pronunciar las palabras, corrió tan rápido hacia mí que, con su mano, me la tapó—. Pero no me vas a quemar, seas lo que seas —me miró a los ojos con una media sonrisa algo nerviosa, como si se agradeciera a sí mismo haber sido rápido para que no lo chamuscara—. Un alfa no hace esas cosas y, además, ya te dije que me lo iba a cobrar.

En un principio intenté dañar su mano con las mías, pero fue un movimiento inútil pese a ver sus espasmos, así que fui directo a la cara. No estaba quieto, se movía en todas las direcciones para que mis dedos no le tocaran, y cuanto menos lo esperaba los besaba con provocación. Fue una suerte que acostumbrara a respirar por la nariz, y no por la boca, porque fácilmente hubiera perdido el conocimiento.

Al comprobar que mis manos no funcionaban, opté por el clásico, golpearle con los pies. El problema llegó cuando intenté hacerlo, porque sin ningún cuidado me las apresó con las suyas, provocando que ahogara un gemido de dolor al aplicar fuerza. 

𝕹𝚘 𝓢𝚘𝚢 𝓣𝚞𝚢𝚘Donde viven las historias. Descúbrelo ahora