Capítulo 20. 𝙽𝚘 𝚖𝚎 𝚒𝚖𝚙𝚘𝚛𝚝𝚊.

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Dicen que el dolor nos hace más fuertes ante las adversidades, y yo quería creer que eso era cierto. Podía sentir que mi cuerpo estaba lleno de grietas, las cuales no podía —ni deseaba— darles una explicación; necesitaba dejarlas marcadas dentro de mi cuerpo de manera invisible. Me recordarían lo que había visto ese día, uno que me impulsaría a un mañana distinto. 

Un mañana que se terminó alargando por demasiado días, porque nunca pareció llegar.


Cuando llegué a casa aquel sábado era de noche y tardé varias horas en hacer acopio de mis fuerzas, las cuales parecían no querer llegar a mí por mucho que las reclamara. Además, salir del bosque no sólo acrecentó aquel sentimiento de irritabilidad, siendo observando constantemente por cientos de ojos entre el crepúsculo, sino que experimenté la ansiedad.

Fui yendo a casa con pasos lentos, escuchando mentalmente como las grietas gruñían tras cada paso que daba. Uno tras otro, moviéndome mecánicamente con la entereza que adopté como segunda piel. Una falsa, porque por dentro sentía el dolor de las extrañas heridas. Lamentablemente me giré en varias ocasiones, gritándole a la penumbra de los árboles, reclamándome que se alejaran y que me dejaran volver en paz. No quería ver sus ojos, oler sus esencias, sentir sus presencias; me cegó el dolor.

En cuanto conseguí llegar a la puerta me quité el resto de las lágrimas con el dorso de mi mano, respiré profundamente e intenté poner mi mejor cara —la de molestia por todo— para que Jeremy no sospechara nada. Sin embargo no fue así, porque cuando mi padrastro me saludó con una sonrisa, ésta desapareció al instante cuando me miró a la cara.

—¿Haim, te encuentras bien? —pronunció con gran preocupación en su voz.

—Nada que te importe —gruñí, pasando por el pasillo mientras me dirigía a las escaleras.

—Tienes los ojos rojos —alcancé a escuchar, lo que me hizo vacilar en el primer escalón, pues no estaba seguro si se refería a mis iris o a que parecía que había llorado.

—Me entró polvo en los ojos —fue una excusa manida, al no tener claro si se refería a una cosa u otra—. Me lavaré la cara y se me pasará en un rato.

No quise hablar más y subí por las escaleras, maltratando los escalones con mis pisotones hasta llegar al baño. Una vez me encerré dentro me miré al espejo para saber a lo que se refería con la rojez de mi mirada, lo que acabó siendo la segunda opción; el llanto. En parte me hizo suspirar, porque no quería que mi secreto fuera descubierto. 

Tenía que ser normal, con problemas mundanos.

Al no querer llamar demasiado la atención bajé a cenar poco tiempo después, con el pijama ya puesto, y nadie habló en la cena. Jeremy me observaba a veces de reojo, lo que me obligaba a mirarle bastante mal, negándole que lanzara preguntas sobre lo que podría haberme pasado hoy. El único sonido que pude escuchar fueron las risas del televisión, ya que mi padrastro parecía más atento a mi cara antes que al programa.

Fue difícil mantener el tipo, e incluso se ofreció a fregar aunque a él no le tocara. Me negué y lo hice yo tras terminar los dos de cenar. Fregué y sequé rápido, y cuando llegué al piso superior fui corriendo al baño a vomitar todo lo que había ingerido; obligué a mi estómago a llenarse aunque no quisiera. Para mi fortuna Jeremy no me escuchó.

Después de lavarme la boca y cepillarme los dientes, me metí en la habitación para embrujar todas las posibles entradas y salidas en las que podría entrar Adán. No apliqué fuego como hice de normal, sino una perfecta y casi imperceptible capa de lava. Tras terminar todo ello me fui a intentar dormir, lo que me llevó cerca de una hora antes de sumirme en la oscuridad.

𝕹𝚘 𝓢𝚘𝚢 𝓣𝚞𝚢𝚘Donde viven las historias. Descúbrelo ahora