Capítulo 19. 𝙲𝚎𝚕𝚘𝚜 𝚢 𝚘𝚛𝚐𝚞𝚕𝚕𝚘.

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En mi cabeza las palabras e imágenes parecían tomar la línea recta pero, en cuanto vacilaba en la confirmación de lo ocurrido, se desperdigaban por diferentes caminos. No podía afirmar que estas cosas eran demasiado obvias, que Adán sentía algo por mí. Me negaba a hacerlo, porque todo el mecanismo que se debía de comprender, mediante la teoría de las relaciones y emociones, era en su caso una irregularidad demasiado absurda. 

¿Cómo era posible que que tuviera esa fijación en mí, si desde el primer momentos nos odiamos? 

¿O quizá el único que lo odiaba era yo?

Existían momentos, como estos, donde mi mente era hermética. No debía de permitir que sus palabras melosas y su comportamiento errático me confundiera, o al menos volver a aquellos inicios donde no podía soportarle. Sin momentos agradables como el del sofá, o como la vez que escapé de él en el bosque mientras se me escapaba una risa auténtica... Y, sobre todo, entre todas los posibles y pequeños momentos de aceptación; necesitaba olvidar por completo aquella imagen de St. Valentín. 

Pensar en esa imagen contradecía a mi cerebro, como si dos niñas tiraran de los brazos de una muñeca de trapo para ver quién jugaba con ella; el peligro o la atracción. 


Diría que el jueves fue un día extraño, lleno de conflictos internos que parecían no querer dejarme en paz. A veces, sintiéndome un poco frustrado, pensaba en la forma de dañar emocionalmente a Adán de las formas más demenciales que se me ocurrían. 

No me dolía admitirlo. 

Pero luego llegaba a mi mente las palabras de mi madre y todo, absolutamente todo el plan que intentaba formar, acababa por desvanecerse como los restos de un sueño al despertar.  ¿Quizá si era demasiado cruel, aquel fantasma se presenciaría para alejarme de aquella meta? 

Al menos ese día no volvió a molestarme, pero el viernes intentó sorprenderme con un fallo de cálculo; se llevó el susto de su vida cuando tocó las ventanas.

Tuvo la decencia de intentarlo a medio día, y sus gritos me despertaron al no haber puesto la alarma en mi móvil. En cuanto subí al sofá para ver lo que había pasado —pensando, al principio, que un pájaro se había estrellado—, me lo encontré tirado a los pies del árbol con un par de flores esparcidas por su pecho. Posiblemente un ramo.

Ese día no salí y lo estuve ignorando en todos los momentos posibles. A veces desaparecía por un buen rato e intentaba llamar mi atención con caras raras y agitando sus manos, sin éxito. También intentó esperar a Jeremy para entrar, pero se llevó un buen chasco cuando me encerré en la habitación, embrujando el pomo y tapando la ventana. Por fortuna no insistió más, porque tras quemarse una sola vez se terminó yendo.

Asfixiante, aunque por alguna razón me parecía divertido atormentarle de ese modo. Limitarlo para que me tocara lo mínimo posible.

******

Era sábado de mañana, y por la tarde quedé con Elliot para que probáramos nuestras habilidades con nuestro elemento natural —él el hielo; yo el fuego—, aunque yo no estaba realmente muy convencido de hacerlo. Al final terminó convenciéndome que él tenía un buen control sobre el agua y, así, evitaría que el fuego se propagase por el bosque. 

Salí por la puerta del baño ya vestido, arrastrando los pies, porque por la noche aquella pesadilla del dragón me asaltó dos veces seguidas. Tenía un aspecto horrible y algunas ojeras color malva comenzaban a notarse.

—¿Mala noche? —preguntó Jeremy un poco preocupado al ver mis movimientos, sobre todo cuando parecía distraído.

—Lo de siempre —me encogí de hombros, sin querer darle demasiados detalles sobre mis problemas para dormir. Esos fantasmas eran míos, y yo tenía que matarlos con mis propias manos.

𝕹𝚘 𝓢𝚘𝚢 𝓣𝚞𝚢𝚘Donde viven las historias. Descúbrelo ahora