Capítulo 27. 𝙴𝚕𝚎𝚐𝚒𝚖𝚘𝚜 𝚕𝚘 𝚚𝚞𝚎 𝚜𝚘𝚖𝚘𝚜.

578 64 22
                                    

El día que salí con Elliot por el bosque fue un momento de reflexión. No hablé con él sobre mis sentimientos sobre Adán, aquellas sensaciones que experimentada y que me aferraba a dejar salir, a sabiendas de que algún día él lo sabría. Aún estaba trabajando conmigo mismo para que las cosas no me arrollaran, que me dejara mi espacio para poder colocar todo en su lugar.

Mi amigo siguió insistiéndome en que Adán era un licántropo, un lobo, y que por eso siempre iba ese grupo juntos. Eran una manada y, al ser el Alfa, todos le tenían un gran respeto por lo que era; ni que fuera un príncipe que fue tocado con una mano sacra, dictaminando que pertenecía a la cúspide más alta de su propia sociedad. 

Me parecieron tonterías, aunque no se lo dije directamente.

Después hablamos sobre lo difícil de las relaciones que entre los brujos. Todo el mundo sabía —o al menos los que conocían nuestra existencia—, que toda persona con poder mágico tenía una especie de aversión al compromiso, un miedo irracional que le empujaba al individuo a nunca formalizar nada. De hacerlo, sería considerado el acto de amor más grande jamás conocido, pues éramos seres humanos ligados a la libertad y, para nosotros, el casamiento era similar a unos grilletes que te ataban de pies y manos. 

Por descontado, a mí me inquietaba la idea de estar encerrado en una relación y, sobre todo, si esa persona tenía que ser Adán. Tan atento a todo lo que hacía, tan curioso, tan dominante... No podía ser suyo y atarme una cadena al tobillo para que nunca olvidara que le pertenecía. Y no lo sería. Yo me pertenecía a mí mismo y mi amor hacia la naturaleza, la libertad. Ni siquiera los propios animales eran estrictamente monógamos y supuraban amor incondicional a un congénere. 

Sí, bueno, existían animales que se juntaban una sola vez y ya. Pero yo no, yo pertenecía a la otra cara de la moneda.

Lo último de lo que hablamos fue si algún día me podría ir con él en moto para ver otros lugares y, así no me quedaba todo el tiempo en este lugar, necesitaba ampliar horizontes. Elliot lo vio como una idea fantástica y aceptó sin ponerme ninguna pega, así que dijimos de hablarlo más adelante si las cosas iban mejorando.


Desde el momento que tuvimos esa conversación, habían pasado dos semanas. Fueron realmente extrañas, dónde cada día que pasaba me hacía sentir contrariado por todo lo que pasaba a mi alrededor. No tenía ninguna explicación para la mayoría de las cosas, aunque para otras sí. Así que mi mejor intento fue aferrarme a todo lo que pudiera, evitando que mi cara volteara en cuanto me alcanzara la tormenta.

Una de ellas era despertar todas las mañanas con un flor en el alfeizar de la ventana por parte de Adán. Elegía las más bellas y de mejor aspecto, adjuntando mensajes de ánimo para que disfrutara del día y que no lo olvidara. ¿Cómo hacerlo si todos los días hacía eso? Podría haberlas tirado a la basura, quemado o lanzado por ahí. Pero algo dentro de mí me decía que no lo hiciera, que no fuera de ese modo y las colocara dentro del jarrón; por alguna razón, quizá siendo una forma de engañarme a mí mismo, creía que Adán las vería en el momento de que dejara la siguiente en el alfeizar antes de despertarme.

Estaba alimentando demasiado al lobo, y éste venía contento hasta mí para dejarme constancia que no me iba a dejar en paz. Por mi culpa y estupidez.

También terminé por abrir el estúpido regalo de Jeremy después de haber pasado una semana. Lo había dejado sobre mi escritorio y yo lo arrojé en una esquina mientras intentaba limpiar mi veneno, aquel pensamiento que estaba ligado a mi cumpleaños y que él fastidió. Hasta que finalmente reparé en él y... me quería morir. No en el mal sentido, sino porque no era un regalo que realmente esperaba obtener por su parte.

𝕹𝚘 𝓢𝚘𝚢 𝓣𝚞𝚢𝚘Donde viven las historias. Descúbrelo ahora