Capítulo 9. 𝙴𝚜 𝚝𝚞 𝚙𝚛𝚘𝚋𝚕𝚎𝚖𝚊.

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Es irónico que, cuando le preguntas a alguien que te describa el infierno, lo primero que te diga es que se lo imagina con fuego, pedruscos picudos, agujeros y baños de lava. No pensemos en los pecados de los seres humanos, los demonios y toda esa sarta de simplezas, sino que debemos de imaginar el entorno. 

Para mí, que tenía como elemento principal el fuego, ese concepto de infierno difería mucho de lo que yo tenía en mente ahora mismo.

El infierno no es un lugar, sino una persona: Él.


Después de que Adán se quedara en el sofá como si hubiera echado raíces en él, acabó por dormirse sentado. Verlo en ese estado de placidez fue, en parte, bueno. Estaba callado, no me molestaba con sus estupideces, no me miraba con esos ojos aniñados con cuerpo atlético... Era consciente que, en parte, tendría que estarle agradecido por traerme a casa, pero mi orgullo era mucho más fuerte que aquel sentimiento. Daba igual lo que le dijera en realidad, porque cuando me observaba con tanta intensidad sentía mi piel erizarse del asco. No lo hacía —casi nunca— de una forma lasciva, pero era tan notoria que me inquietaba.

Además, era muy irónico que fuera yo quien parecía tener el carácter para intimidar a varias personas, cuando en realidad mi aspecto era aparentemente delgado. Sí, era fibrado y tenía algo de fuerza, pero Adán podría intimidar más que yo si se lo propusiera. Sin embargo, su carácter era... demasiado amable, atento y pecaba de ser insoportable. Caprichoso, infantil, fragoroso, excesivamente alegre... 

Mira, si empezaba no terminaría, pero el resumen era que no quería tener a nadie así cerca.

Suficiente tenía con soportar esa estúpida positividad ciega de Jeremy y su falta de objetividad ante las situaciones.

Lo mejor que podía hacer en estos momentos era esperar a volverme a dormir, y para no verle la cara le di la espalda hasta cerrar el ojo bueno por completo. Tardé demasiado en dormirme, sobre todo porque en algunos momento escuchaba la respiración de Adán, la cual no era excesivamente fuerte pero sí profunda. Las risas de las personas afuera, el sonido de los coches, el movimiento del sofá cuando se removía el rubio en su sitio... Demasiados sonidos para concentrarme en dormir tan pronto como quería. 

Pero caí.


En cuanto abrí los ojos y me giré de la cama, Adán no estaba en el sofá, lo que me hizo suspirar suavemente por la nariz. Con un poco de suerte se habría ido a su casa, me dejaría en paz por hoy y sólo tendría que soportar a mi padrastro y una retahíla de preguntas, que respondería con gruñidos y monosílabos. O simplemente guardando silencio. Claramente se exasperaría y terminaría por dejarme a mi aire; sonriéndome, claro. Siempre tenía que sonreír.

Al levantarme de la cama sentí el cuerpo un poco mejor, pero era imposible ignorar el dolor del costado, el ojo y la espalda. Dolores que tuve que soportar lo mejor que pude para que Adán no estuviera encima, sin importar cuán intenso o punzante fuera la dolencia en las partes. Aun así tuve que contener un gemido cuando me levanté de la cama, sacando las piernas en primer lugar. Tenía que mentalizarme con las excusas que tendría que darle a Jeremy, en el caso de exigírmelas y no salir de ahí, insistiendo. 

En cuando sonó la puerta de mi habitación no pude girarme demasiado, aun así entró quien menos quería ver en estos momentos. Adán tenía entre sus manos una bandeja de metal, gris y de aspecto viejo, con un plato de sopa y un zumo de color rojizo que no sabía muy bien de qué fruta provenía. Lo dejó en mi escritorio y me miró serio, cruzándose de brazos.

¿Dónde estaba ese idiota que sonreía? En fin, daba igual.

—¿Vas a comer o te tengo que ayudar? —dijo enseriado, provocando que lo mirara incrédulo por emplear ese tono conmigo. 

𝕹𝚘 𝓢𝚘𝚢 𝓣𝚞𝚢𝚘Donde viven las historias. Descúbrelo ahora