Capítulo 34. 𝙴𝚕 𝚙𝚛𝚎𝚌𝚒𝚘 𝚍𝚎𝚕 𝚙𝚎𝚛𝚍ó𝚗.

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Tuve tiempo de reflexionar más de lo que esperaba, e incluso llegué a pensar que la vida se estaba burlando en mi cara. Que estaba esperando que bajara la guardia, como solía pasar con Adán, y luego ésta me golpeara con crudeza. Aunque lo hizo, pero no de la misma forma de la que yo pensaba.

Así que empezaré por el principio.

Tenía dos semanas para provocar que esa boda fuera un completo desastre, aunque estaba más que claro que las cosas no podían salirme bien. De hecho, dudaba mucho que en algún momento el tiempo me fuera a dar una tregua. Y di por sentado que estaba maldito. Quizá no como algunos lo creerían, mas cada vez la historia de mi madre cobraba más sentido.

Durante el trayecto de las noches, las pesadillas se entremezclaron con los sueños de todas las índoles: A veces llegaba Adán, me arrastraba hasta su casa y alguien nos encerraba, para luego ahogarnos por el humo; en otra, Kali, se transformaba en loba y me mordía en la cara hasta que mis gritos morían conmigo; Jeremy envenenándome el café mientras sonreía desde su sofá; Jareth teniendo los ojos amarillos mientras me hincaba sus garras en mi pecho... Explosiones de lava, tornados de fuego, mi antigua casa calcinada por las llamas mientras los gritos de mi madre sonaban a través del eco...

Quería morirme cada vez que despertaba, porque no eran una cada día sino varias en la misma noche. Esto provocó que mis ojeras pasaran del suave malva al púrpura, que mis movimientos fueran torpes, mi carácter más punzante e inestable, comida que tenía que ingerir como un pájaro, café que se camufló entre mis venas... La vida me estaba poniendo la zancadilla, pero únicamente durante las noches, cuando más vulnerable estaba.

Así estuve desde el día que Adán se marchó (viernes) hasta el miércoles, siendo el momento que mis ojos no querían abrirse para nada. Ni siquiera cuando Jeremy se acercó para ver el por qué no me había levantado.

Mi respuesta; un gruñido ronco.

En cinco días a duras penas pude salir de casa para hacer algo más que dormirme en cualquier rincón, pasear por el bosque a solas mientras descansaba a cada rato, recibir los gritos de esos malditos niños —aunque sin atacarme— o escuchar los comentarios de Jeremy; palabras que no entendía con nitidez. Mi mente troceaba las frases o desestabilizaba el volumen de su voz, transformándola en inaudibles susurros lejanos.

—Haim... Es hora de despertar —susurró Adán en mi oído, tumbándose a mi lado. Podía sentir su voz acariciándome la oreja, además de que sus dedos se paseaban por mi piel con extremada ternura, siguiendo el contorno de mi quijada hasta dejarlo caer en mi garganta—. No es bueno dormir tanto.

—¿Qué haces aquí, perro estúpido? —gruñí sin abrir los ojos. No podía, por muchas ganas que tuviera de verle, e incluso llegué a plantearme que estaba soñando algo bonito. Al menos después de mucho tiempo.

—Jeremy está preocupado por ti. Dijo que te escuchaba gritar por la madrugada, y que en las mañanas a duras penas te oía salir de la habitación —se acercó un poco para pasar su brazo, colocando su mano en mi espalda. En cuanto sentí los latidos de su corazón, aporreándole el pecho, expresé otro gruñido—. Y también parece que estás de mal humor —rio entre dientes.

—Estoy cansado, así que déjame dormir —con poca delicadeza coloqué mi cabeza entre su cuello y la almohada, moviendo mi brazo para colocarlo en su espalda—. Y no hagas nada raro.

—¿Sigues teniendo pesadillas? —comentó preocupado.

—¿Contigo? Siempre...

—Qué mentiroso —carcajeó con suavidad—, seguro que tienes sueños bonitos cuando aparezco. O quizás... muy picantes.

𝕹𝚘 𝓢𝚘𝚢 𝓣𝚞𝚢𝚘Donde viven las historias. Descúbrelo ahora