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CAMERON

Me despertó una punzada de dolor. Era tenue, comparada con otras veces, pero no por ello menos molesta. Los alfileres invisibles ya comenzaban a incrustarse lentamente en mis sienes, cavando diminutos agujeros que daban la impresión de quemar y palpitar al mismo tiempo. Parecía un malestar insignificante, nada más que una simple jaqueca. Sin embargo, era consciente de lo salvaje que podía volverse.

Me levanté de la cama y fallé por completo tratando de imprimirle al movimiento la energía de costumbre. El malhumor ya se filtraba en mis venas, como una sustancia extraña que me espesaba la sangre y me dejaba un regusto desagradable en la garganta. Lo sentía abriéndose paso por mi tráquea hasta mezclarse con mi saliva. 

Solté una sarta de imprecaciones que podrían haber incluido a la madre de alguien. Estaba solo, así que no tenía que cuidar lo que decía. Dios sabía que, de todas las personas en el mundo, yo no era la más delicada cuando se trataba de palabras. Una de cada diez frases que soltaba llevaba impresa alguna maldición y, siendo honestos, eso también me daba igual.

No siempre había sido tan huraño, pero el tiempo me había cambiado. El tiempo y el dolor. Siempre el dolor.

Cada uno tiene su forma de enfrentar los días malos, el enojo era la mía. Es por lo que decidí poner distancia entre mi familia y yo. El que hubiera aceptado ser parte de aquel ridículo viaje, no significaba que estuviera dispuesto a que me vieran transformarme en un neandertal de palabras cortas y gestos duros. Fue una suerte que Julian contara con una casa de huéspedes. De ser necesario, habría vivido en el único hotelucho del pueblo para conservar mi espacio. Necesitaba mucho de eso si quería respirar y maldecir a mi antojo sin sentirme como un animal frente a Katherine o Kelly.

Busqué a tientas unos pantalones de chándal y me los puse antes de dirigirme fuera de la habitación. Tuve que detenerme en el pasillo y apoyarme en la pared para sobrellevar el mareo surgido de la nada. Sólo después de que hubo desaparecido, avancé al cuarto de baño. Revisé mi reflejo en el enorme espejo sobre el lavabo, apenas sorprendiéndome por lo que encontré. Cara demacrada, ojos inyectados en sangre.

Menuda mierda.

Tras mear y asearme, revisé el cajón izquierdo del lavabo y escogí un frasco de la media docena de medicamentos que habían sido perfectamente colocados dentro. Mi madre incluso dejó la hoja de receta junto con una nota donde apuntaba las horas en que debía tomar cada fármaco. Como si yo no fuera capaz de seguir indicaciones. No era un niño, era un hombre hecho y derecho. Pero allí estaba ella vigilando mi dieta, programando mis citas con el doctor, reclamándome por trabajar demasiado, por no descansar. 

A veces solo quería que se alejara de mí.

Dejé caer la píldora blanca en mi mano, seguida de otras dos, y las llevé juntas a mi boca. Las pasé con agua del lavabo, ignorando el tenue amargor dejado en mi boca. Entonces revisé los nombres de los nuevos medicamentos, esos que el doctor Deacon había añadido a mi ya amplia lista. Había tenido que descartar algunos durante el primer mes de tratamiento, ya que los efectos secundarios eran una molestia. Ahora intentábamos con algo diferente, menos invasivo, según dijo.

Cerré los ojos y me froté la frente con los dejos. La incomodidad estaba allí, por lo que era imposible que estuviera al cien por ciento de mi capacidad hoy. Ni siquiera podría ponerme los lentes de contacto. Hoy sería día de gafas, café y mal genio.

De camino a la cocina, me llegó el sonido de un suspiro y supe de quién se trataba incluso antes de doblar en el pasillo.

—Buenos días —saludó Julian desde la barra de desayuno.

Miradas al Sol (Destinados II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora