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CAMERON

Dejé de fingir que estaba concentrado y me recliné en la silla observando el desastre de códigos que brillaban en los tres monitores frente a mí. La fecha de presentación se acercaba y todavía no conseguía resolver la línea que hacía tambalear todo el sistema. Aunque Jackson, mi jefe, me había dado un lapso de tres semanas para acomodar la falla, yo quería lograrlo antes del plazo estipulado. El contrato con los alemanes nos dejaría una buena comisión, así que mi meta era exponer nuestros avances en la próxima audiencia. El problema es que seguía sin progresar. Faltaban apenas unos días para la reunión y aún no conseguía arreglar lo que iba mal. Mi única alternativa era replicar los códigos y revisar el algoritmo línea por línea. Seguramente me llevaría más tiempo, pero no me quedaba otro camino.

Con un suspiro, me quité las gafas de montura gruesa y abrí el cajón derecho del escritorio en busca de un par de analgésicos. Allí estaba el maldito dolor, de nuevo pulsando, martillando, destrozándome nervio a nervio la cabeza. Extraje las píldoras del frasco y salí del estudio en dirección a la cocina para servirme un vaso con agua.

Bebí despacio contemplando el jardín lleno de arbustos que adornaban el camino hacia la casa principal. El resto del patio trasero se componía de un amplio campo abierto, un estanque artificial custodiado por un árbol marchito y un bosquecillo que ensombrecía la vista panorámica del fondo. Aquella no era precisamente una finca, pero se le asemejaba bastante en aspecto y extensión. 

Tardé unos segundos en notar a Julian parado frente a la pequeña laguna. Nathalie permanecía  cerca y lo ayudaba a distribuir el agua de la regadera sobre las raíces del almendro marchito. Habían pasado varios días desde nuestro tenso intercambio. Viéndola de regreso, deduje que volvía a encargarse de las tareas hogareñas de la mansión. Aún no entendía cómo alguien tan brillante había terminado limpiando casas. Nunca me pareció la clase de mujer que se doblegara ante las circunstancias. Pero, a fin de cuentas, ¿qué sabía yo?

Me acerqué a las puertas corredizas examinando detenidamente la figura curvilínea que se carcajeaba a costa de las payasadas de mi tío. Ella tenía una risa fácil de ser correspondida, al menos para cualquiera que disfrutara imitando gestos amistosos. Como no era mi estilo, me limité a estudiarla con curiosidad.

Si la comparaba con la joven universitaria, encontraba más de una diferencia física. Sus rasgos eran más marcados, con pómulos altos, carnosos labios rosados y una larga cabellera dorada que daba la impresión de haberse vuelto más oscura con los años. Había otros atractivos en los que inevitablemente también estaba reparando, como ese fantástico trasero y esa pequeña cintura de curvas femeninas. 

Sí, era evidente que los años la habían cambiado, aunque no lo suficiente para apagar su fuego. Todavía quedaba mucho de él en su mirada, podía notarlo incluso hallándome a metros de distancia.

Arrugué el ceño mientras observaba a Nathalie ahogar el tronco del árbol en más agua. ¿Qué estaba haciendo? Ya había un charco enorme a los pies del almendro. ¿Es que pensaba usar toda el agua del pueblo para revivir esa cosa muerta? Dejé el vaso sobre la encimera y avancé fuera de la casa sin perder de vista el desastre de barro y hierba húmeda que se había creado junto al estanque artificial.

—Te digo que las plantas necesitan agua —decía Nathalie con la regadera inclinada en dirección al árbol—. Confía en mí, las mujeres tenemos un sexto sentido para revivir cosas moribundas.

—No estoy seguro de que tus métodos estén funcionando, niña —comentó mi tío al tiempo que ponía los puños en sus caderas—. Hace más de un mes que le damos agua y sigue igual. ¡Tiene un estanque al lado! No entiendo por qué no vuelve a florecer. Y luego vas tú y le vacías la regadera encima.

Miradas al Sol (Destinados II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora