KATHERINE
Estaba siendo una pésima noche. Aunque la calefacción estaba encendida, sentía mi cuerpo entumecido por el frío. La maldita pastilla para dormir no había hecho ni pizca de efecto. Supuse que podría demandar a mi psiquiatra por recetarme un puñado de ansiolíticos que no servían para nada. Una parte de mí deseaba volver a las viejas dosis, esas que al menos me permitían descansar un poco. Pero, por otro lado, lo último que necesitaban mis hijos era cargar con una madre adicta. No caí tan bajo después de la muerte de mi marido y, definitivamente, no planeaba hacerlo ahora.
Había sido fuerte, pero en ocasiones me preguntaba si acaso sería capaz de resistir un golpe más. La vida de Tobias pendía de un hilo y los delgados filamentos que lo sostenían comenzaban a romperse uno por uno. Me aterraba pensar en el después, en las secuelas de perder a otro miembro de mi familia. A mi hijo, nada menos. Tal vez era eso lo que evitaba que los somníferos hicieran su trabajo. No recordaba la última vez que me había sentido relajada y feliz. Era como si hubiese pasado una eternidad desde que dormí una buena siesta o abrí los ojos sin experimentar la amenaza de no encontrar a Tobias vivo.
Estaba agotada y, al mismo tiempo, me era imposible descansar.
Solté un resoplido frustrado y cambié de postura en la cama en un intento fugaz por encontrar la comodidad. No funcionó. Al final, aparté las mantas y me incorporé. Encontré mis pantuflas cerca del sillón de cuero situado junto a la ventana y cogí mi chal amarillo del respaldo antes de encaminarme a la puerta. Eran pasadas las tres de la mañana, así que tuve la esperanza de encontrarme al tío Julian merodeando en la cocina. Tenía una afición extraña por inspeccionar la casa a medianoche. En otro momento me habría puesto los pelos de punta. Hoy, sin embargo, anhelaba un poco de compañía.
Cuando llegué a la cocina y se hizo evidente que Julian no estaba por ninguna parte, mi ánimo decayó. Me acerqué al grifo y me serví un vaso con agua. Por el rabillo del ojo, vi la luz de la casita contigua encenderse, una señal infalible de que Tobbey sufría el mismo insomnio que yo. No sabía cuándo había regresado y, después de enterarme de que su atención estaba puesta en la hija de mi vieja amiga, no me atreví a interrogarlo sobre cuándo estaría en casa. Era un hombre adulto con el suficiente criterio para manejarse a sí mismo. Además, no podía interferir en algo que, aparentemente, le hacía bien. Más que ilusionado, parecía enamorado. Lo veía en sus ojos, en la forma que sonreía cuando pensaba que nadie lo observaba.
Mi único deseo era que ella no le rompiera el corazón. Solo había espacio para una Christina en nuestras vidas. No quería más de esa mierda cerca de mi hijo, por muy duro y tosco que fingiera ser.
Dejé el vaso en la encimera y me aventuré al exterior, donde un viento helado me azotó. Mi pijama de dos piezas no hizo nada para contrarrestar la inclemencia del otoño. Apreté el chal a mi alrededor tratando de conservar un poco de calor mientras avanzaba por el jardín. La puerta de entrada estaba abierta, como una invitación silenciosa a cualquiera que se animara a dar un paseo nocturno. La cerré a mi espalda y avancé por el vestíbulo hacia el origen de la luz.
—¿Tobías?
—Aquí.
Caminé hacia la cocina y me quedé petrificada a mitad de camino. Él estaba de pie cerca de la isla en el mismo conjunto de ropa, compuesto de jeans y sudadera, que lo había visto llevar el día anterior. Pero no fue eso lo que me dejó la garganta seca y el alma llena de preocupación, sino sus hematomas. Su rostro. Dios, su rostro era un desastre.
—¿Qué te pasó? ¿Por qué estás herido? ¿Con quién demonios te peleaste? Porque todos esos golpes no tienen nada que ver con un accidente. Así que, será mejor que pienses una excusa mejor para justificar la paliza que te dieron. —Mi estómago cayó en picada ante la idea—. ¿Es eso? ¿Te asaltaron? Oh, Jesús. Déjame revisarte.
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Miradas al Sol (Destinados II)
RomanceNathalie Everett cree en el amor. El único problema es que no ha tenido suerte encontrando un tipo decente con quien experimentarlo, o al menos uno que no se hurgue la nariz en plena cena. Cameron Holt no cree en el romance. Hay demasiado en juego...