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KATHERINE


—Ha crecido. Ya no estamos hablando de un aneurisma grande, sino uno gigante. Mide poco más de dos centímetros. La última tomografía muestra un incremento en el tamaño y la presión que está ejerciendo en el cerebro. No es raro que tengas cefaleas crónicas, episodios de vértigo y fallas en la visión. —El doctor Deacon revisó las imágenes de la más reciente radiografía—. Me preocupa que esto escale a una isquemia cerebral. Si el aneurisma llega a bloquear el flujo de sangre hacia una parte del cerebro, el daño puede ser irreparable. Necesitamos comprobar tu corazón y, de ser posible, fijar una fecha para la cirugía.

—El riesgo es el mismo con o sin operación.

—Tobias —dije en tono de advertencia.

—Díselo, Deacon —añadió en tono inexpresivo—. Ella necesita escucharlo.

—No necesito escuchar nada. Quiero que confíes en la solución que tienes frente a la nariz.

Mi hijo mantuvo la misma postura rígida que lo hacía ver orgulloso e inflexible. Nos parecíamos en eso. Nos parecíamos en muchas cosas. La terquedad, por ejemplo.

—La intervención es nuestra última esperanza. No puedes rechazar lo único que quizá te salve la vida.

—Ya lo rechacé, Katherine.

—No voy a dejarte.

—Es una decisión que no está en tus manos.

—¿Cómo puedes ser tan necio y egoísta?

—Adivina de dónde lo saqué.

—Qué jodido...

—Sé que ambos están alterados —subrayó Deacon en un intento por calmar las aguas—, pero no es momento para discusiones. Necesitan calmarse y pensar con cabeza fría. No puedo entrometerme en las elecciones que tomen, sólo puedo darles información precisa sobre factores de riesgo y posibles complicaciones, ya sea que operemos o no.

Me recliné en la silla al tiempo que le daba un breve repaso a la oficina del doctor Deacon. Era un lugar de tamaño medio con paredes blancas y una amplia ventana que daba al jardín interior de la clínica. Tenía títulos enmarcados y menciones honoríficas por su participación en investigaciones sobre tratamientos neurológicos. Un par de macetas con cactus adornaban la estantería de libros del fondo, cuya madera era del mismo tono oscuro del escritorio. Conocía de memoria cada parte del mobiliario y de la clínica en donde había contado los minutos mientras rezaba por la recuperación de mis hijos. Aún sentía un vacío en el estómago siempre que recorría los pasillos, como si mi cuerpo reconociera la antigua angustia de la que había estado preso.

Después del accidente, mi vida se transformó en una sucesión de reproches por no haber sido quien recibió la peor parte. Unas costillas magulladas y un hombro dislocado fue todo lo que obtuve de aquella noche. Mi familia, por desgracia, no fue tan afortunada. Ver a mis dos hijos en cama me arrebató el sueño y las ganas de comer. Sabía que tenía que ser fuerte por ellos, pero era difícil mantener la esperanza cuando miraba a mi pequeña Kelly y a mi testarudo chico de gafas intentando sobrevivir. 

Estaba aterrada de un día abrir los ojos y descubrir que se habían ido. Dormía por cortos lapsos y comía lo necesario, más por inercia que por el placer de llenarme el estómago. Sentía que los las horas eran eternas, como una cuerda elástica que se estiraba y estiraba haciendo de los minutos una eternidad. Mi cuerpo estaba permanentemente tenso, a la espera de la noticia que me destrozaría o me devolvería el entusiasmo por el futuro. Ni siquiera había podido llorar la muerte de mi marido. Tuve suerte de contar con la ayuda de algunos parientes para arreglar el sepelio y dar a conocer la noticia al resto de la familia. De ninguna manera hubiera podido hacerlo sola; no con mis bebés al borde de la muerte.

Miradas al Sol (Destinados II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora