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CAMERON


Correr me daba una excusa para no pensar. Había algo agradable en ahogarme con el sonido agitado de mi propia respiración y el ritmo constante de los pasos que sacudían el pavimento bajo mis pies.

Hoy el clima era nublado, un respiro más que bienvenido después de las calurosas tardes de verano. Septiembre arrastraba los indicios de una nueva estación, provocando que los días se tornaran más fríos y las noches cayeran poco antes de las seis. Los aguaceros también estaban a la orden del día últimamente. Hampton empezaba a volverse tan gélido como Seattle, sólo que con menos ruido y lugares interesantes para visitar.

Las gotas empezaron a caer ni bien alcancé la curva hacia la carretera. Ajusté la capucha de mi sudadera negra manteniendo el compás de mis pisadas por la orilla de la vía. Los neumáticos silbaban contra el asfalto mojado cada vez que un auto pasaba a mi lado. Aunque el sonido era débil, permití que me envolviera como todos los demás. El tiempo había hecho que aprendiera a usar mis sentidos con mayor conciencia.

El tiempo y la ceguera.

Cuando no puedes ver, tienes que poner en funcionamiento el resto de ti. La memoria, para recordar dónde estás antes de efectuar el siguiente movimiento. El tacto, para identificar lo que tienes enfrente. El gusto, para evitar morir envenenado por comer algo equivocado. Y, finalmente, el oído, para servir como guía ante aquello que te falta.

Creo que me volví un poco obsesivo con los ruidos desde entonces. El silencio era jodidamente abrumador cuando mi mundo se hallaba a oscuras. No soportaba estar recluido en el apartamento usando la televisión como una falsa fuente de voces y estallidos. Prefería mantener las ventanas abiertas y dormir con el arrullo de la ciudad de fondo. Eso, claro, si es que lograba pegar el ojo.

Apreté el paso bordeando curvas y dejando atrás el paisaje lleno de árboles al que ya me había acostumbrado. Eran cerca de las nueve de la mañana, por lo que no me sorprendió encontrar los negocios abiertos una vez que llegué al centro del pueblo. Tuve que detenerme en una esquina para recuperar el aliento antes de reanudar la marcha. El recorrido me condujo cerca del deprimente centro comercial, hacia una de las intersecciones que llevaba de vuelta a la ruta por donde había venido.

También era la misma calle donde se encontraba Mochee's.

Reduje de nuevo la velocidad sin ser consciente de mi repentino embeleso. Desde el lado opuesto de la calle, examiné el restaurante cuyas luces interiores se mantenían encendidas. La pizarra con el menú había sido fijada contra una esquina del panel de vidrio, mientras que un segundo cartel mostraba las combinaciones de malteadas disponibles para el público. La visión era tan colorida que hacía daño a los ojos, incluso bajo aquel anubarrado y lúgubre cielo.

De pronto, una coleta rubia destelló cerca de la ventana. Fue apenas un atisbo de algo que bien podía pertenecerle a una desconocida. Sin embargo, me había vuelto bastante observador para reconocerlo. No me gustó lo que sentí al pensar en ella. Fue como si una goma de mascar tirara de alguna parte de mi cuerpo que la ciencia aún no había descubierto. Quizá había un órgano de tamaño microscópico que decidía joderle la vida a la gente cada tanto.

No lo entendía. No era racional ni mucho menos intencionado.

¿Cuándo fue la última vez que me interesé por una mujer? Recordaba nombres, besos y sexo. Recordaba mi época loca y las novias que había llevado a casa para mostrar un poco de la formalidad que, en realidad, nunca me importó. Recordaba la clase de chico que había sido antes de convertirme en un hombre medianamente decente. Sin embargo, no recordaba dónde, cómo o de quién llegué a sentirme tan necesitado antes.

Miradas al Sol (Destinados II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora