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NATHALIE


Parpadeé en la oscuridad y giré para quedar boca arriba sobre la cama. Las aspas del ventilador daban vueltas en lo alto del techo enviando una suave corriente de aire frío por la habitación. Después de lo que se sentía como un siglo, mi cuerpo volvía a pertenecerme. No sabía exactamente qué había sucedido durante el corto lapso de tiempo que me llevó entrar a la casa, esa tarde que Emely condujo hasta mi apartamento. Los recuerdos eran borrosos y distantes, como una película de la que solo recuerdas algunas partes. La única sensación constante que parecía haber persistido, fue la quemazón.

Yo ardía por dentro. Un fuego salvaje se arrastraba dolorosamente por mis músculos, huesos y órganos; lamía mis entrañas y carbonizaba mi garganta, como alimentado por una fuerza desconocida e indomable. No sabía qué hacer para enfrentarlo, aparte de fingir que aquello no era real, sino el producto de mucho estrés acumulado. La cita con Rieu había ido demasiado lejos. Nunca imaginé que las menciones al pasado y a lo que había vivido tuvieran el poder de empujarme a un abismo tan peligroso, donde no podía pensar o encontrar diferencias entre la vida y la muerte.

Quería dormir y no despertar. Ansiaba que el calor me absorbiera hasta convertirme en carbón quebradizo. Me enfermaba la idea de abrir los ojos solo para descubrir que seguía en el mismo lugar, con los mismos recuerdos. Así que, permanecí echa un ovillo en el sofá esperando que el momento llegara. Iba y venía de sueños horribles, y luego me culpaba a mí misma por no haber tomado las decisiones apropiadas, por pensar que una maldita terapia me arreglaría.

No era cierto.

Jamás olvidaría, mucho menos ahora que había decidido liberar viejos fantasmas. ¿Cómo pude pensar que funcionaría? Estaba bien antes de atravesar la puerta de ese consultorio. Estaba cómoda dentro de mi pequeña burbuja de negación. Ahora la realidad se había distorsionado y mi fachada había caído revelando una fea verdad. Tal vez la peor parte era saber que no podría volver a mentirme. Ya no me quedaban armas ni mecanismos de defensa para mantenerme a salvo. Todo lo que era se resumía en un alma rota y un cuerpo marcado. Así había sido siempre, solo que nunca tuve el valor de aceptarlo.

Mi secreto estuvo a salvo por años, pero se había acabado. Cameron había descubierto lo que ocultaba. No tenía claro si eso era bueno o malo. Estaba avergonzada por ser incapaz de controlarme delante de él y permitir que las partes destrozadas de mí quedaran expuestas. Pero, por otro lado, agradecía su compañía. Me sorprendió que entendiera tan bien lo que sucedía, aún cuando mantuve el silencio en todo momento. Era como si supiera, como si viera a través de mí y adivinara el remedio para salvarme.

Suspiré al tiempo que fijaba la vista en el reloj digital. Los dígitos azules marcaban la una y media de la madrugada. Me incorporé con cuidado y encendí la lámpara sobre la mesita de noche. Un vaso de agua y un par de analgésicos descansaban a un lado. Los tomé, desesperada por deshacerme del dolor de cabeza que hacía palpitar mi cráneo. Supuse que Cameron habría regresado a la mansión más temprano, lo cual tenía sentido después de pasarse el día entero cuidándome.

Me levanté y dirigí mis pasos al cuarto de baño para lavarme la cara, aún pegajosa por las lágrimas secas. Después de descargar mi vejiga y asearme, fui a la cocina por más agua. Una luz proveniente de la sala llamó mi atención cuando casi llegaba a mi destino. Me costó notar que, en realidad, se trataba de dos luces. La dorada correspondía a la lampara de pie situada en el rincón, mientras que la blanca procedía de una pantalla pegada a una laptop que, a su vez, descansaba sobre el regazo de un hombre con gafas cuadradas. Él tecleaba a toda velocidad manteniendo la vista fija en el trabajo que tenía delante. Su ceño estaba levemente fruncido y, de vez en vez, se mordía el labio inferior, como inseguro de su propia labor.

Miradas al Sol (Destinados II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora