25

3.2K 563 732
                                    

CAMERON

Desperté en una cama que no era la mía, en una habitación que, definitivamente, no me pertenecía. El cielo matutino brillaba más allá de las delgadas cortinas que cubrían la ventana a mi derecha. Parpadeé varias veces para obligar a mi cerebro a desperezarse y solté un suspiro. No fue difícil recordar cómo había llegado allí. Era la primera vez en mucho tiempo que me permitía amanecer enredado entre las sábanas con olor a vainilla que solo podían pertenecerle a una mujer. 

De pronto, percibí un movimiento contra mi costado. Bajé mi mirada soñolienta y descubrí una cabellera dorada esparcida sobre mi pecho desnudo. Nathalie murmuró en sueños antes de salir de mi abrazo. Tanteó hasta que encontró una almohada libre para envolver con los brazos y se acomodó de costado, de cara a mí.

Apenas la había sentido moverse en toda la noche. Ella dormía como alguien que hubiera sido noqueado. Nada de ronquidos, nada de posiciones extrañas. Era algo que agradecía, ya que últimamente el insomnio había hecho de mis noches una pesadilla. Casi no podía soportarme a mí mismo en una cama, pero con Nathalie fue fácil olvidar que estaba acompañado. Claro que me llevó varios minutos relajarme después de que volviéramos a rebasar el nivel de manoseo intenso. En este punto, mi polla era como una pistola con cartuchos desperdiciados. Había perdido la cuenta del número de erecciones y los pasos en retroceso que continuaba dando alrededor de la chica calabaza. 

Daba la impresión de que nunca avanzaríamos más allá de algunos besos y toqueteos.

No es que me enojara. Aunque yo estaba lejos de ser un tipo modelo con un íntegro sentido de la moralidad, podía entenderla. Ella tenía miedo. Lo veía en sus ojos cuando mis manos tocaban ciertas partes de su cuerpo. Lo escuchaba en su voz siempre que se disculpaba por no poder continuar. Lo sentía en mi fuero cada vez que la observaba escabullirse al baño para tener un momento consigo misma en el que, muy probablemente, intentaba darse valor. Entonces regresaba conmigo con los dejos del nerviosismo todavía pegados al rostro y el tic de enroscar un mechón de pelo alrededor de su dedo. Yo retomaba la labor de besarla de nuevo, teniendo cuidado de no presionar demasiado sus límites. Al final, ambos terminábamos jadeando de pura necesidad, pero, por mucho que lo anheláramos, nunca llegábamos más lejos. Su mano solía posarse en mi pecho para blandir la bandera roja que detendría cualquier avance. Me miraba suplicante, y, tras una profunda respiración, yo obedecía su silenciosa petición. Apartarse nunca era fácil, especialmente cuando estábamos desnudos y deseosos. Sin embargo, era la decisión correcta. Insistir lo habría hecho peor para Nathalie.

La escena había adoptado los matices de un patrón que se repetía durante nuestros ratos juntos. Algo inconcluso, indefinible.

No sabía de dónde venía su terror a acostarse con un hombre. Los recuerdos que guardaba de ella eran los de una chica osada que no parecía tener problemas con conseguir una follada casual. La imagen de hacía seis años atrás desencajada ahora que nos reencontrábamos. Mientras la veía dormir, con la luz de la mañana dándole de lleno en la cara, me pregunté qué habría pasado para cambiarla de ese modo. 

Extendí el brazo y le aparté del rostro un solitario mechón de cabello. El moretón en su frente quedó al descubierto, una consecuencia más del ataque que había sufrido días antes. Había otro cardenal del doble de tamaño en su costado. Si alzaba la camisa de su pijama podría verlo a la luz del día. No era algo que se me antojara particularmente. Una especie de ácido ardiente quemaba mis tripas cada vez que pensaba en lo que le había ocurrido. Mi estómago se revolvía con la sola imagen de ella en ese maldito callejón temiendo por su vida y por la del chico que era su hermano. Sabía que la responsabilidad de cuidarla no debía pesarme, pero lo hacía.

Miradas al Sol (Destinados II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora