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CAMERON


Crucé la salida lateral de la residencia principal e hice el camino a la cabaña a paso silencioso. El resquemor y la decepción se mezclaban en mi fuero como un puñado de sal diluida en agua. Estaba confundido, puede que incluso molesto. No sabía qué era lo que más me irritaba del frasco de pastillas en mi mano: si la mera mentira o el hecho de que convertía a mi madre en una hipócrita.

En la cabaña, anduve hasta la cocina y me serví la segunda taza de café de la mañana, ya que estaba despierto desde las tres de la madrugada. Si mi médico de cabecera llegaba a enterarse de que seguía tomando café como un desquiciado, habría más que un sermón esperando por mí en la próxima consulta. Deacon era un buen tipo y un doctor extraordinario. Había sido una constante en mi vida desde que supe sobre mi enfermedad. Lo apreciaba tanto como a mi propia sangre, pero no soportaba la forma en que siempre lograba hacerme sentir como un niño insensato.

Apagué la cafetera y me encerré en la oficina, del mismo modo que lo hacía cada mañana. Era mi rutina diaria desde antes de llegar a Hampton y, luego de casi dos meses de estadía en el pueblo, seguía sin tener planes de cambiarla. Tras una exhalación, tomé asiento frente al computador y comencé a teclear sobre la línea de código que había dejado abierta. Compartí los cambios en el chat del equipo de diseño y luego me avoqué a revisar la estructura del último software que estábamos creando, el de los alemanes. Todavía quedaban detalles por resolver, pero al menos había tenido éxito arreglando la falla general que nos hizo ganar el contrato y una generosa comisión.

Después de una videoconferencia con Chase, mi asistente, y una llamada con un cliente de España, pude concentrarme de nuevo en terminar de programar. El alba había despuntado ahora y los rayos de luz se deslizaban perezosamente por la habitación. En algún momento, los ojos empezaron a cosquillearme, así que me recliné en el asiento y aparté mis gafas para frotarme la dolorida frente. 

Respiré hondo contemplando distraídamente el monitor vertical situado a la derecha de mi escritorio. Mostraba la imagen de un libro abierto que usaríamos de fondo para la página web de una editorial en expansión. El impulso surgió desde un lugar profundo de mi pecho y, a diferencia de otras ocasiones, esta vez decidí seguirlo. Moví el cursor por la pantalla frente a mí y abrí el archivo oculto en una carpeta olvidada de Mis Documentos.

Las páginas llenas aparecieron de inmediato en la ventana de Word, tal como las había dejado la última vez que escribí. Aquel era un proyecto personal, el borrador de algo que no sabía si algún día vería luz. Había pasado años agregando más y más ideas y entonces me había detenido. No tenía claro si era un libro, un ensayo o una cosa amorfa incapaz de ser etiquetado como arte. Hubo un tiempo, antes de que mi vida se tornara complicada, en el que saboreé la ilusión de moldear lo que sea que brotara de mi cabeza. Personajes, escenarios, idiomas, vestimentas, mundos enteros. Las posibilidades habían sido infinitas. Ahora, no obstante, lo consideraba algo menos que una opción.

Algo estúpido y sin sentido.

Escribir llevaba tiempo, paciencia, entrega y pasión. Era más que poner palabras aleatorias en una hoja desnuda, más que la diversión pasajera de crear ficción. No tenía ánimos para intentar recuperar una vieja afición, del mismo modo en que no tenía horas para perder buscando una inspiración que simplemente ya no existía. 

Cerré el documento reprendiéndome por mi propia idiotez. El sonido de mi teléfono cortó el silencio y abrí la llamada sin ver el nombre en la pantalla.

—Si no te conociera, diría que me estás evitando.

—Eres mi jefe, Jackson. No se supone que te evite —respondí con condescendencia—. Además, acabo de enviarte un correo electrónico.

Miradas al Sol (Destinados II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora