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CAMERON


—¿Segura que sabes lo que haces? —pregunté mientras veía a Nathalie extraer las tijeras del estuche negro. Me negaba a admitir que estaba nervioso por un corte de cabello. Parecía una frase estúpida incluso en mi propia mente—. No te ofendas —añadí—, pero no te ves como alguien con experiencia.

—¿Cinco hermanos varones no es suficiente?

—¿Eso qué significa?

Suspiró al tiempo que depositaba varios objetos sobre la mesita de té; un peine, un espray con agua y una toalla de tamaño medio se hallaban entre ellos. Miré los artículos con sospecha, especialmente las tijeras.

—Adivina quién les cortaba el cabello —señaló con una nota de ironía.

—O sea que fueron tus conejillos de india.

—Suena mal cuando lo dices así. —Resopló—. En fin. La experiencia te favorece, no sé de qué te quejas. Además, fuiste tú quien dijo que necesitaba deshacerse de tanto cabello. Me ofrecí voluntariamente, así que valora mi esfuerzo.

—¿Quiere decir que de verdad sabes lo que haces?

Rodó los ojos y avanzó para cogerme del brazo. Me dejé arrastrar hacia el taburete que Nathalie había traído de la cocina momentos atrás y tomé asiento en silencio. Si en algo tenía razón, era que esta había sido mi idea. No tenía más opción que cerrar la bocaza y aceptar cualquier desastre que ella decidiera hacer con mi cabello.

—Un hombre de tu tamaño no debería ser tan asustadizo con su pelo, ¿sabes? Es raro. —Soltó una risita y me besó la frente antes de añadir—. Confía en mí. Lo haré bien, Espantapájaros.

Fruncí el ceño, pero no dije nada. El gesto solo sirvió para que su sonrisa se ensanchara. Cogió del respaldo del sofá la capa de peluquería color rosa y la envolvió alrededor de mi cuello. Ni siquiera quería imaginar lo ridículo que me veía en bóxers y ese llamativo manto con estampado de fresas. ¿De dónde diablos lo había sacado? Apreté los dientes sin poder controlar el movimiento nervioso de mi pierna, que se agitaba mientras esperaba impacientemente a que todo terminara.

Siendo honesto, no me preocupaba el corte de cabello. No era vanidoso ni mucho menos fanfarrón. Rara vez prestaba atención a lo que me ponía y la única razón por la que me afeitaba es porque no quería llegar al punto en donde mi barba se mezclara con la comida que ingería. No. Mi reacción inquieta provenía, más bien, de los recuerdos de aquellos días en donde mi visión se apagó. Entonces debí aceptar ser instruido sobre las tareas más comunes. Comer, caminar o servirme una taza de café ya no resultaba tan fácil. De cierto modo, me había sentido como una pieza sobrante en mi propia vida. La gente a mi alrededor se había visto forzada a encargarse de cosas que siempre hice por mí mismo y que incluían cuestiones tan sencillas como elegir un corte de pelo.

Me llevó un tiempo sopesar la oscuridad y aceptar que no podía hacerlo todo solo, al menos no mientras fuera incapaz de manejarme por mi cuenta. Eventualmente, logré recuperar la visión, pero el nerviosismo de ceder a otros una mínima porción del autodominio que por naturaleza me pertenecía, nunca desapareció. Era algo contra lo que luchaba constantemente; un miedo férreo, enraizado en lo más hondo. La mayor parte del tiempo, lidiaba bien con mis limitaciones y los efectos secundarios de la medicación. Sin embargo, todo cambiaba cuando pensaba en las decisiones pequeñas e insignificantes, esas que podían escaparse de mis manos de un momento a otro debido a la bola de sangre que aplastaba mi cerebro.

Miré a Nathalie doblar la alfombra de felpa de la sala para evitar que se llenara de cabello. Era una pieza extremadamente cómoda para tratarse de una alfombra, lo había comprobado la noche anterior mientras nos revolcábamos en ese mismo suelo. Quizá debería haber sustituido la palabra "revolcar" por un término más delicado. El problema es que no se me ocurría nada. Revolcarse equivalía a sexo y hubo mucho de eso por el tiempo que duró la madrugada, tanto que dormí hasta una hora después de mi horario habitual. Se había sentido bien.

Miradas al Sol (Destinados II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora