EPISODIO 4, ESCENA 2: En la que la Manada se reúne entre amapolas.

41 3 50
                                    

Son alondras. Pían entre el ramaje de los robles porque una extraña ha entrado en sus dominios. La luz del sol se escurre entre las ramas acariciando mi rostro de manera intermitente. Comparado con la autopista esto está mucho mejor. Aire puro y tranquilidad.

Mis pies ya piden un pequeño receso, pero tendrán que esperar porque intuyo que ya estoy cerca. Y no me equivoco porque un par de minutos después veo una pequeña encrucijada en la carretera comarcal. Uno de los carteles señala en dirección a un pueblo vecino, el otro a una incorporación a la autopista y, el más pequeño, el único que es de madera grabada, conduce a un ramal que no está asfaltado. El cartel de madera pone: «H4CIENDA BUEN4 V1DA». Algunas letras están incompletas, se ve que alguien no ha tenido la paciencia suficiente para terminar de grabar el mensaje.

Tomo el ramal sin asfaltar. El robledal a lo largo del trayecto adquiere cierta espesura y cierro los ojos intentando despejar mi cabeza. Huelo la clorofila en el aire, una de las fragancias creadas por Dios para nuestro bello mundo. Pasan cinco minutos y los árboles se van diseminando hasta que veo una finca bastante grande devorada por las amapolas. Solo se salva una pequeña huerta y un gran pastizal junto a un riachuelo que demarca el área. Uno de los caminos conduce a un edificio achatado que descansa en una loma cercana y que parecen unas cuadras abandonadas. El otro camino conduce a una peculiar casita redonda de madera coronada con tejas oscuras que naufraga en ese mar de corolas rojas a medio florecer.

Llego a la entrada del terreno y hay un cartel de madera sostenido por un par de postes dándome la bienvenida. De nuevo: «H4CIENDA BUEN4 V1DA».

Atravieso el camino de gravilla adintelado de amapolas. Es curioso, la mayoría de la gente las considera malas hierbas y tienen una dudosa fama por ser fuente de producción de opiáceos, pero eso no pareció importarle a la difunta señora Beaver, ella supo valorar su belleza.

A medida que me acerco a la puerta me pregunto si habrá alguien. La señora de la casa ha fallecido, su hija adoptiva está en un internado y su sobrino vive en la ciudad. A lo mejor he llegado hasta aquí para nada.

Pongo un pie en el porche. Un porche sencillo de madera de roble con un par de butacas de mimbre y una mesita en un rincón, el lugar ideal para tomar el té viendo la puesta de sol. La puerta es también de roble macizo, la gente del campo no es tan confiada como algunos piensan.

Doy varios golpes en la jamba y contengo la respiración. Pasan unos segundos y creo oír voces. Pego la oreja a la puerta, pero el sonido no viene de dentro, sino de detrás de la casa.

Retrocedo por el camino de gravilla y veo que hay otro caminito que rodea la construcción. Lo sigo y compruebo que me voy acercando al origen de las voces. Me acerco con cautela y capto parte de la conversación.

—¡Se suponía que estabas en el internado! —vocifera una voz masculina.

—¿Te refieres al sitio al que me mandaste para no preocuparte de mí? —Esta voz pertenece a una muchacha joven.

—¡Preocuparme por ti, más bien! ¡Si te puedo alejar de Cloven y mantenerte a salvo lo haré, eres solo una cría!

—¡Llevo siendo una oyente desde mucho antes que tú, desde el día en que mamá Rubena me encontró!

—¡Enhorabuena por morir antes que yo! ¡Ya solo esas palabras refrendan lo que acabo de decir! No solo te escapas y viajas hasta aquí en uno de tus coches improvisados ¡sin carné!, sino que, además, invitas a un oyente de la Familia a nuestra casa y a un... Perdona, ¿qué narices eres tú?

—Mi nombre es Lester —dice otra voz masculina más suave.

—¡Y a un Lester a tomar limonada a la finca de mi tía difunta!

Realidad modulada (Libros 1 y 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora