EPISODIO 5, ESCENA 11: En la que el pantano se alza.

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La comitiva avanza despacio y nadie emite ni un murmullo. Los caballos se han quedado atrás, en un claro a quinientos metros de la entrada de la zona pantanosa. Según nos explicaron las vrăjitoare, los animales podrían perder el control con los efluvios del Apa Moartă.

Las dedicadas llevaban años reuniendo información sobre este lugar y, tal como nos adelantó el capitán Wodeleah en el claro, el mayor peligro se da al caer el sol, aunque hacer ruido también es una sentencia de muerte aquí dentro. Por fortuna, el extraño monje de la Tecnocracia ha usado su poder sobre las ondas para silenciar nuestros pasos. Supongo que, sin él, nuestro recorrido ya habría tomado un giro desagradable.

El abovedado de raíces es denso y se cierne sobre nuestras cabezas, ya no es esa cubierta de madera que se pierde en la lejanía, no; es un útero de fibras vegetales que nos abraza. Solo algunos tramos de sendero emergen de las aguas alquitranadas y muchos de ellos conectan con las raíces emergentes a través de piedras o tablas roídas que alguien colocó mucho tiempo atrás. Fue bueno abandonar las monturas, ya que el peso de los caballos y sus alforjas habrían quebrado estas pasarelas. Hablando de alforjas, ¿qué es lo que las vrăjitoare sacaron de las suyas antes de desmotar? Cada una de ella portaba bajo sus ropajes unos objetos del tamaño de un brazo envueltos en un paño. Si tengo que deducir, creo que tienen algo que ver con el «arma secreta» de las dedicadas, aquella que hará que el pantano se cierna sobre sus enemigos.

Hey, dude!, ¡cuidado! —me susurra una voz—, fíjate por donde pisas. —Júniper, desde su refugio textil, mira hacia abajo. Cuando se mueve, las fibras del manto se van tiñendo de los colores que componen su cuerpo. Sigo la mirada de Júniper y me doy cuenta de que he estado a punto de pisar uno de esos charcos oscuros que se han filtrado a través de las rendijas de la madera. Mi pie sigue alzado sobre la masa y esta parece levantarse con pereza hacia la suela de mi bota, atraída por mi calor. Con cuidado, sobrevuelo el charco. Rezo porque el resto de los vârcolaci hayan estado más atentos que yo. «No hagáis ruido ni tampoco entréis en contacto con las aguas del pantano», Wodeleah lo había dejado bien claro. «Y, aun así, por poco». Prefiero no pensar en lo que podría suceder y centrarme en el camino que tenemos delante. El objetivo es llegar a la entrada del laberinto de raíces que, según las dedicadas, conforma el epicentro del Apa Moartă.

Aparte del crujido de las raíces y las tablas, se escucha un burbujeo oleoso, igual que el de un puré calentándose a fuego lento, pero hay algo más, una especie de rugido que va y viene y que, a veces, se desdobla como si proviniera de todas partes y de ninguna. Es como si el pantano ronroneara. «O como si le rugieran las tripas», sí, ese sería el símil más adecuado. Me desabrocho parte de la capa que se sobrepone a mi coraza porque comienza a hacer calor. Los vapores del ambiente se condensan a nuestro alrededor y la escasa altura de la carpa de raíces no ayuda a frenar el efecto invernadero.

Tardamos tres cuartos de hora en alcanzar nuestro destino. Es un trayecto cargado de expectación y silencio. Los tablones de esta área parecen en mejor estado, quizás porque pocos han pisado su superficie. «Nadie han llegado tan lejos en los últimos tiempos», me aventuro a concluir.

A medida que nos acercamos a una enorme semiesfera rodeada de densa madera, el pantano se retira. No mucho, solo lo suficiente para dejar un perímetro de unos diez metros alrededor de la cúpula natural. También las raíces se vuelven más gruesas y coloridas, pues tras ese domo se encuentra el misterioso laberinto que lleva a la Primera Raíz. Para cualquier sangre caliente sería peligroso internarse allí, pues acabaría igual que el Retoño Fundador.

Ese islote se instaura como base de operaciones. Los vârcolaci se disponen alrededor de la bóveda y a mí me apostan junto a la entrada al laberinto (una mera oquedad en la cúpula de raíces). Kirin permanece en la orilla haciendo resonar su dial, una vibración que no emite, sino que atrae otros sonidos y los encierra en el cuenco, ahogándolos. Las dedicadas (en total, cinco) se desponen frente a la entrada. Tres de ellas sacan esos objetos que antes guardaban en sus alforjas y los descubren. Dos de esos objetos son cilindros que se encastran en el tercero, una base cubierta de grabados en toda su superficie. A dicha base están acopladas una trompetilla y una manivela de madera. También hay atornillado un tablero que muestra un plano tallado de todo el territorio del Gran Brote plagado de pequeñas incisiones equidistantes que coinciden con los cuadrantes del mapa.

Realidad modulada (Libros 1 y 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora