EPISODIO 4, ESCENA 4: En la que se saborean secretos.

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La Tramoya suele ser un espacio bastante transitado, pero no hoy. Hoy solo veo grupúsculos rebullendo en las sombras y susurrando en las esquinas. Puedo notar la incomodidad de la disidencia. Los oyentes están volcados en los planes de sus emisoras durante la Trasmisión y muchos, sin saberlo, en los planes de la Coligación. Intuyo que hay voces discordantes, voces que no saben qué pensar respecto a los últimos sucesos y no todas esas voces son de independientes.

«Espero que él siga viniendo aquí, como todas las tardes», pienso. La persona a la que busco no transita los puentes colgantes, no busca refugio tras las gigantescas cortinas ni contempla el lugar desde lo alto de las arañas de cristal. Tampoco acude a las balconadas, a pesar de que silencian las conversaciones. No, para él eso último sería llamar la atención. Entrar ahí significa que tienes algo importante que esconder o que eres alguien con información sensible. Y ese es exactamente el caso. Por eso se decanta por sentarse al piano, no muy lejos de la kilométrica barra, dando un recital durante un par de horas. Tan solo un excéntrico que disfruta de tocar todos los días para un público fugaz. Se le puede encontrar aquí cada tarde, siempre tocando, siempre bebiendo, cubriendo sus secretos con los acordes desvaídos de alguna melodía perturbadora.

Esta tarde no es una excepción. Allí le veo, castigando el instrumento.

En mi trayecto una tramoyista sale a mi encuentro y me saluda con su sonrisa recortada y perfecta.

—¿Desea que le ponga algo, señor Bahadur? —me pregunta.

—Un té rojo con especias, por favor —respondo con voz pausada simulando que no tengo la menor prisa y que vengo por placer. Nunca se es lo bastante cuidadoso.

Ella asiente y se difumina. Me acerco al piano y contemplo al músico tocar mientras aguardo por mi refrigerio, no quiero que la tramoyista interrumpa nuestra conversación.

El hombre tiene unos setenta años. Su pelo canoso luce tupido aún, lo suficiente como para anudarlo en una coleta. El resto del cráneo está cubierto con un sombrero negro de ala ancha. Ha dejado la americana doblada con pulcritud sobre la cola del piano y se ha arremangado para la ejecución. Delante de él hay un Martini a medio terminar. Lleva un jersey de cuello alto negro y unos pantalones de raya diplomática enfundan sus delgadas piernas que se mueven al son de la tonada. Sus lentes refulgen ante los focos que iluminan el área y su cabeza sube y baja mecida por la música. Reconozco la pieza, es una versión a piano del tema Fantasma de la Ópera de Andrew Lloyd Weber. Como siempre, se decanta por un tema inquietante; son sus favoritos.

Su nombre es Radoslaw Urban, o tan solo Urban. Un gran compositor moderno, uno de los mejores, también un pianista de pro, pero, desde que volvió a la vida como independiente, hay algo que se le da mucho mejor que la música: los secretos. Y me debe un favor.

—Su té, señor Bahadur —dice la tramoyista materializándose a mi lado. Agradezco la atención con la cabeza y esta vuelve a desaparecer. Le doy un par de sorbos y luego lo poso en una de las mesas que hay junto a la zona del piano bar. Me acerco a la banca y me siento junto al músico. Urban, como si me hubiera visto llegar, se hace a un lado. Comienzo a tocar el acompañamiento. La pieza adquiere nuevos matices que inundan la caja de resonancia del instrumento y la desbordan propagando la bella melodía a nuestro alrededor.

No siempre es fácil seguirle el ritmo, mi maestría al piano no es comparable con la suya. Me pregunto que me diría la señora Sidharma, mi antigua profesora, si me oyera. «Uno no tiene tiempo suficiente para dedicárselo al arte y a los negocios», me digo para consolarme. Aunque Urban es un ejemplo de todo lo contrario.

—Kaala Bahadur —canturrea el pianista con marcado acento checo—. Algo muy importante tiene que haber sucedido para que asistas a mi pequeño recital rutinario.

Realidad modulada (Libros 1 y 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora