Capítulo treinta y ocho

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—Supongo que sabes por qué estás aquí hoy

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—Supongo que sabes por qué estás aquí hoy.

En realidad, sí. O por lo menos podía decir que me daba una idea. El hecho de que Bash me haya arrastrado por todo el complejo hasta el cuarto de Arabella, y me haya sentado frente a ella como si fuera un niño que necesitaba recibir un castigo, no era precisamente sutil.

Se había plantado en la puerta, con los hombros cruzados y un gesto severo. La manera en la que evitaba mi mirada, me daba una pista de que, lo más probable, todo esto no iba a gustarme ni un poco.

—¿Una... intervención? —ofrecí lentamente, encogiéndome de hombros y tratando de parecer indiferente.

No quería que pudieran ver lo incómodo que esto me ponía.

Arabella, sentada frente a mí, igual que la primera vez que la conocí, me miró con suma atención. Su escritorio, a diferencia de la vez anterior, estaba mucho más ordenado. No había sobres, ni facturas, ni sumas de dinero anotadas en la hoja a presión. Ella apretó los labios en una línea, y junto sus manos sobre la madera, mientras se inclinaba hacia adelante.

—Podría decirse que sí —asintió. Hizo otra pausa, como si esperara que fuera a decir algo más, pero como no lo hice, ella continuó—. Sé lo que eres, James.

Parpadeé.

Ella sabía.

¿Lo hacía?

Giré sobre mi asiento, con el ceño fruncido, tratando de reprimir mi irritación. Tal vez me estaba equivocando, y solo sabía otra cosa.

Bash ni siquiera se atrevió a mirarme, el muy desgraciado.

Iba a matarlo. Lo haría. Probablemente lo ahorcaría, o le dispararía. La manera en la que me conseguiría un arma todavía era algo que tendría que resolver, pero no podía ser muy difícil. Todo el mundo tenía un arma.

—No te molestes con él —intervino Arabella, lo que hizo que mi atención regresara a ella de inmediato—. Creo que tu amigo aquí tomó la decisión más sabia. Aunque habría apreciado que vinieran a contarme esto de inmediato, y no hubieran esperado casi dos meses para hacerlo.

—Lo... Lo siento —dije entre dientes. No se me ocurría qué otra cosa decir.

—¿Por qué? —Parecía honestamente curiosa.

—Yo... Puedo irme, si es lo que quiere.

—Deberás irte, sí —Arabella se estiró, para descansar su espalda contra el respaldo de su silla, como si este fuese el tema al que estaba esperando llegar—. Por lo general, nuestras maneras no son estas, pero Sebastian me contó toda la historia. Ahora sé que eres tú la razón por la que montones de metamorfos han estado tratando de desplazarse al sur del país. La razón de por qué La Rosa ha estado moviéndose sin parar, buscando bajo cada maldita roca.

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⏰ Última actualización: Nov 29 ⏰

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