CAPÍTULO XXXVII

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– De nada.– Murmuró levemente. – Supongo que aunque quiera, no puedo evitarlo.

– Cuando me viste por primera vez... ¿qué sentiste?– Me animé a preguntar lo que me llevaba rondando ya varios días.

– Fué raro...– suspiró correspondiendo por fin a mi abrazo. – Creo que lo primero que sentí fué atracción. Tenía la necesidad de sentir tu aroma, de estar cerca de tí y de... beber tu sangre.

– Pero no lo hiciste.

– Me contuve, no quería asustarte. Aunque no fué nada fácil.

Sonreí débilmente.

Aunque la conversación no era precisamente muy alegre, estábamos en un momento íntimo, en el que no necesitaba calor humano para sentir la calidez y seguridad que me brindaba su cercanía.

– Luego pensé que lo mejor que podría hacer era alejarte de mí.
Mi abuelo siempre nos dijo que el amor era una debilidad y que debíamos destruirla. Intentó convencernos de que el alma gemela que nos proporciona la Diosa Luna es una maldición en vez de un regalo. Creo que por un momento le creí. Pero ahora me doy cuenta de lo equivocado que estaba.

– Me parece imposible que alguien como él pueda llegar a tener una pareja de vida. Y espero por el bien de esa persona que jamás lo consiga.

– Ya lo hizo.– Confesó con verdadero pesar. – Su alma fué la mujer que dió a luz a sus únicos descendientes.
Kibak y Magnus McClaine.

– ¿Cómo se llamaba?– Pregunté sorprendida. – ¿Y dónde está ahora?

– Se llamaba Andrómeda. Y está muerta.

Su agarre se intensificó considerablemente.

– Él la mató.

No supe responder a eso.
Sabía que el abuelo de Hudson era mala persona, pero jamás me lo habría imaginado a tales niveles.
¿De verdad no solo fué capaz de asesinar a su propia hija, sino que también a su alma gemela?

– Lo siento mucho Hudson.

– No llegué a conocerla. Ni sé cómo era, ni me duele pensar en ella . Pero por lo que me contó mi padre, debió de ser una madre maravillosa.

– Seguro que sí.

Cuando la pequeña charla llegó a su fin, separé la cabeza de su pecho para poder observar plenamente su rostro, miré con detenimiento esos ojos fuego que me camelaron desde el primer momento y acaricié su marcada mandíbula de arriba hacia abajo, siguiendo el perfecto trazado natural de la misma.

Sus manos ascendieron hasta mis pómulos para sujetarlos con delicadeza y poder trazar movimientos circulares en mis cachetes.

Se acercó poco a poco, sin prisa, hasta que unos dulces y carnosos labios se posaron sobre míos
El beso era relajado, suave, lento y profundo. ¿La sensación? Como miles de mariposas revoloteando en mi estómago.

Bajó sus manos por mi cuello, mis hombros y luego mis brazos hasta dejarlos en mi cintura, dónde dió algún que otro apretón.

Su boca se movía cada vez de forma más intensa y yo intentaba seguirle el ritmo torpemente.
No sé ni cuándo ni cómo acabamos tumbados en la cama, yo boca arriba y él encima de mí.

Sus manos se colaron por la camisa ahora abierta que me había prestado, haciéndome saltar levemente por el contraste de su piel fría con la mía ardiendo en vergüenza.

Se deshizo rápidamente de la única prenda que cubría su torso y volvió a atacar mis labios con frenesí.
Por un momento lo olvidé todo, olvidé el día que era, olvidé mis problemas, los suyos, e incluso el frío que hacía en la habitación.

INVICTUSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora