CAPÍTULO XCIII

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Liberé un grito ahogado y sollocé contra la almohada.

No puedo moverme. No quiero hacerlo.

La mera acción de girar la cabeza, estirar una pierna, o extender el brazo en busca de más comodidad, se había convertido en un auténtico suplicio. Cualquier gesto, por pequeño que fuese, me provocaba un dolor tan atroz, que por un momento llegué a creer que acabaría por romperme en dos. Que tarde o temprano, en una de todas esas veces en las que tuve que levantarme repentinamente para no vomitar encima de la cama, el mareo terminaría haciéndome caer al suelo. Y peor aún: no poder levantarme luego. Si tuviera que explicarle a alguien esta sensación, la describiría como el mismo infierno. Una quemazón inaguantable, muy similar a cuando, años atrás, me clavaron en la muñeca un sello de hierro ardiendo. 

Y todo para catalogar a una pobre niña, como una classis inferioribus.

Aunque de todas maneras, este dolor le ganaba en la escala de los dolores sin duda alguna.

Volviendo al presente: por muy incómoda que estuviese allí tumbada; con las piernas encogidas, tapada hasta la cabeza, y con las manos sobre el abdomen, creía haber encontrado una postura en la que, al menos el dolor de estomago, se hacía mínimamente más soportable.

De todas formas, tampoco es como si hubiera podido dormir en una postura normal. Ya me había acostumbrado a pasar toda la noche abrazada a Hud, y era incapaz de pegar ojo si él no estaba a mi lado. Y aunque pueda sonar tonto, sabiendo que Maximus se encuentra escasos pisos más abajo, muy probablemente organizando un plan para vengarse de nosotros, una sensación de miedo se me instaló inevitablemente, junto a la de tristeza y soledad, en el pecho.




(***)




A la mañana siguiente, me desperté desorientada y en una posición que asustaría hasta al mismísimo Satanás: con las pies sobre la almohada, las rodillas flexionadas hacia los lados, el cuello doblado hacia abajo, y los brazos atrapados bajo el peso de mi propio cuerpo.

Sí, había sido una noche..., movidita.

Me quedé quieta durante un buen rato, analizando la intensidad del dolor que estaba sufriendo en ese momento y si debía preocuparme por ello. Para mi grata sorpresa, era muchísimo más suave que el que me había hecho retorcerme escasas horas atrás. Así que, a pesar de haber dormido como mucho un par de horas, me levanté con una sonrisa de satisfacción en el rostro.

Que no tardó mucho en borrarse.

Desconozco la razón, y tampoco tengo mucho interés en descubrirla, pero los pinchazos son casi imperceptibles en la media mañana, se van haciendo cada vez más notables a lo largo del día, y finalmente se transforman en algo inaguantable en cuanto comienza la madrugada.

El cuerpo es caprichoso, y supongo el mío ha decidido que no quiere dejarme dormir más.

Caminé alegremente hacia el vestidor, pero ni tras haber dado dos pasos, me golpeé el dedo meñique del pie contra una pared. Abrí los ojos adormilada y me mordí el labio inferior para contener un grito de agonía. Entonces me percaté de lo pequeña que era la habitación, luego me acordé de que esos no eran los aposentos de Hudson, de que mi cuarto ni siquiera tiene vestidor, y de que si estoy aquí, es porque soy una idiota que le dijo cosas horribles a su chico.

Cosas que ahora ni siquiera soy capaz de recordar con claridad.

Todo rastro de alegría en mi expresión se desvaneció en menos de un instante. Negué con la cabeza y rebusqué en aquel viejo armario de madera algo decente que ponerme. Pero como toda mi ropa está en el cuarto de Hudson, y no me paré a mirar las pocas prendas que me traje ayer por las prisas, así que, al parecer, acabé cogiendo todos los vestidos del montón de la ropa sucia. Gracias al cielo, tras mudarme de habitación me olvidé un conjunto en este lugar: un vestido blanco y corto que no me he puesto en mi vida, un corsé de cuero marrón y unas sandalias blancas con un poco de tacón. Zapatos con los que no sé andar, por cierto.

INVICTUSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora