Capítulo 5

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La señora de Josh Italo era la persona más intimidante que nadie pudiera conocer. Bastaba con que pusiera sus tacones en el concreto del estacionamiento para que los guardias de la entrada se envararan y tirasen a la basura cualquier fiambre que estuvieran engullendo durante sus horas de trabajo. No era una persona bien dada a las pláticas sin motivo, y cada vez que llegaba hasta aquel edificio que pertenecía a una serie de empresarios y no solo a ella, era como si las sillas y los cubículos de los empleados se inclinaran para que no mirara que estaban perdiendo el tiempo en algo personal.

Carol, con aspecto de fastidio, escuchó el regaño que ella, nada más entrar en la lujosa sala de juntas, le espetó a su hijo que ya había entrado en los treinta.

Eric prefirió no tomar aprecio de las muecas de sus compinches de obras; eran el cubo, como los llamaba el señor Jacobson, un hombre alto, fornido y de carácter duro, cuyos halagos eran más bien un insulto disfrazado. Además, era el mejor amigo de Josh y Josh pensaba que no era necesario ocupar a las cuatro mejores mentes de Italo en un negocio proselitista, que enaltecería la moral de la empresa pero no las arcas.

Y no había nada que para ese montón de viejos fuera más importante.

—Buenas tardes —dijo Diane.

El único que se volvió fue Eric, que se adelantó a recibir a su madre. Los demás siguieron inclinados sobre la mesa, analizando los primeros atisbos del plano topográfico conseguido por el ingeniero. La cartografía era magnífica, pero los ancianos pensaban que era un sitio demasiado cerca de las cascadas como para intentarlo.

Si metían turistas a ese lugar, pronto estaría poblado de problemas y los costos de manutención se elevarían hasta la estratosfera.

—Llegas tarde —señaló Jacob, sin apartar la mirada de la pantalla con las noticias de economía esa mañana.

Había una disputa política por las recientes elecciones. Trump estaba en la presidencia y el país había quedado en el limbo durante unos minutos después del anuncio.

Las burlas de Jacobson hacia los inmigrantes no paraban y casi todos los que se veían asediados por su cháchara supremacista y tacaña le rehuían. Como punto ciego, siempre apestaba a tabaco. El cubo era amante de la naturaleza, por lo que la proeza resultaba diez veces peor.

—Había tráfico —dijo ella.

Le recibió un beso a Eric en la mejilla y lo miró, el ceño fruncido.

—Estoy entero —repuso antes de escuchar alguna queja sobre su maltratado-por-el-sol cutis—. Mira, ven a ver los planos.

—Estás entusiasmado como con la navidad —espetó, avanzando hasta la mesa. Los demás le abrieron paso—. No puede ser nada...

Se calló.

Empezó a mirar el plano de un lado a otro, de un extremo a otro. Su cara era un poema. Expresaba todo y nada a la vez, como una encrucijada. Por si fuera poco, el silencio resultó abrumador.

—Una pérdida de tiempo, pero un seguro de financiación.

Ciertamente, Eric estaba poco convencido de tener que explicar a su padrastro que le importaban muy poco sus intenciones políticas en el estado, pero lo único que quería era que su madre le diera una opinión. Aun cuando fuera mayor, no tenía hermanos y habían estado el uno con el otro durante mucho tiempo.

Al fin, ella enarcó ambas cejas.

—Es todo un reto al parecer —susurró, como si hablara para sí misma—. Siento que si envías a una buena comisión... el proyecto estará terminado a fin de año.

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