Capítulo 35

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Abrazada de la reserva que había logrado amasar para la tiendita de Andrew, Maggie cruzó la puerta y vio que había dos personas escogiendo uno de los últimos frascos de la pomada de las doce flores, cuya propiedad era la de relajar los músculos y lograrlo a tal nivel que provocaba sueño. Una de las mujeres carraspeó y se afianzó a su bolsa, mientras la otra sacaba dinero de su billetera para dárselo al tendero.

—Sabía que te iba a gustar —dijo el viejo con una sonrisa malévola—. Es la tercera vez que la compras.

—Mamá no quiere aceptarlo pero la necesita para calmar el dolor de sus articulaciones. Es lo único que la manda a dormir.

Se dieron la vuelta y Maggie les sonrió a las dos. La más joven le devolvió el gesto, pero la otra, la que seguramente era su madre, pasó de largo y siguió hasta la acera, donde esperó al pie de la minivan aparcada allí.

Maggie puso la caja del surtido sobre el mostrador y en el acto el anciano se puso a sacar los frascos y contarlos.

—Ahora te pago —dijo.

Maggie echó un vistazo y miró su reloj.

—No, tengo que irme ya. Hay una persona esperándome en la estación...

—Bueno, nos veremos cuando te desocupes. Mientras iré poniendo cada cosa en...

—Es que... En realidad pienso pasar unos días en San Francisco. Voy a hacer los trámites para ver si puedo recapitular algunas de mis materias y... Tal vez demore unos días. —Al ver la extrañeza en su rostro, no pudo evitar un poco de pena, ya que la mayoría de la gente que la veía por las calles de Duns, lo hacía con tristeza también. Quizá porque no asociaban comúnmente la soledad con una muchacha de veinticinco años.

—Entonces...

—Mi madre regresará dentro de un par de días. Si la ves por aquí, puedes enviarme el pago con ella.

—¡Ah, esa loca!

—No la llames así.

—Es que solo una loca deja a su hija sola pasar el duelo... —Se obligó a mirar a otro lado y la buscó cuando ella hubo terminado de sacar los frascos—. Cuídate mucho, Maggie.

—Lo mismo digo —le espetó e hizo amago de salir—, no comas tanto queso.

En la acera, una mañana soleada había puesto a los habitantes a poner pancartas en los negocios que ofrecían bocadillos para la hora de la comida. Era una práctica desde la fundación, cuando en las cercanías había minas y los trabajadores caminaban desde el lugar más recóndito, con las caras manchadas y los ojos y el estómago hambrientos.

Maggie se ajustó la correa de su bandolera al hombro y caminó por la acera, hasta pasar por la posada, donde Arthur y Martin salían. Cada uno llevaba una maleta y una serie de utensilios que supuso pertenecían a su trabajo.

Se detuvo para saludar y en seguida se fijó que detrás había tres personas. La primera la miró sin ánimos de saludarla, y la segunda no podía verla, ya que miraba a otro lado. Eric, sin embargo, se aproximó lo más rápido que pudo sortear a las dos mujeres, que estaban de pie en la salida de la posada.

—Pensé que vestirías un cabestrillo —dijo, mirando su hombro.

Maggie hizo lo mismo, pero realizó un aspaviento para restar importancia a la herida, de la que hubiera podido olvidarse de no ser por la mirada que la mujer, la más joven, le ofreció nada más acercarse y colgarse del antebrazo de su comprador.

Con los labios apretados, centró su atención en otro lado que no fuera la pareja y escuchó las amplias quejas que Arthur tenía para con Carol, que no les había ayudado a recoger ninguna de las herramientas que había en la habitación.

—Qué bueno que no ha sido nada grave —comentó la voz dulce de la novia de Eric.

Un nudo se instaló en su garganta al pensar en ello. Diane, en cambio, le ofreció un gesto de tranquilidad que Maggie ni podía ni quería interpretar.

—Fue solo un pequeño rozón —admitió—. Espero que tengan buen viaje.

—Iremos a dar un paseo por las colinas —expresó ella.

—Sería fantástico que pudiera hacer de guía, señorita Camil —dijo Diane.

Eric tenía cara no haber ido al baño durante días, y notó su incomodidad en cuanto posó sus ojos en él.

—La verdad es que mi jefe ha enviado a alguien por mí —se excusó, aliviada por haber aceptado la molestia de su editor—. Le urge que me presente en Sacramento antes, según sus palabras, de ir a firmar nada.

Eric arrugó las cejas y explicó—: El jefe de Maggie le ha conseguido un abogado para que se encargue de todo.

Diane asintió y fingió mirar a Martin, cuyos documentos habían caído despilfarrados por la acerca.

—Agh, maldita Carol —bufó este—, le he dicho que pusiera todo atado con cinta. No entiendo cómo esa mujer puede ser tan desordenada.

—Y vulgar —se rio Gabriela, aunque con un tono de diversión, como si fuera un chiste.

—Deberías tomar en cuenta la partición de todos en estas actividades —terció Diane y Eric clavó los ojos en lo alto de algo que estaba detrás.

—Carol es un encanto y, si mal no recuerdo, fue la que me convenció de vender —No solía mentir por nadie, pero en parte era cierto—. Llegó mucho antes que ellos...

Martin le sonrió y fue a meter los papeles en la parte trasera del auto. Arthur ya lo esperaba en la cabina del conductor.

—Será mejor que vayamos pidiendo el desayuno —Gabriela miró su reloj—. Te esperamos.

Eric sacudió con lentitud la cabeza e ignoró la mirada de su madre antes de internarse por la puerta del restaurante.

Maggie suspiró y se puso los brazos alrededor del estómago.

—Por ahora tengo que cumplir una serie de órdenes familiares —dijo—. Nos vemos mañana.

—Yo te presenté a Prudence —musitó—. Espero que puedas tratar a una clienta con pleitesía y me presentes a esa mascota que abandonas...

Aquello rindió su fruto y Eric le sonrió. El Eric constructor al que le importaba que la gente lo mirase como a alguien cuadrado.

—Estaré encantado —dijo.

Le dio una palmada en el hombro y continuó hacia la cafetería, donde la esperaba el enviado de la editorial. 

BrujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora