Capítulo 23

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Cuando tenía siete años, Eric vio a su madre llorar, recargada en uno de los pilares del porche. Habían ido por las vacaciones a la casa de los abuelos. Era un día soleado y las olas del mar golpeaban la cala, produciendo un sonido musical que atesoraba en su cabeza como el acompañamiento de uno de los instantes que, sin querer, marcaron su infancia.

Él subió las escaleras y en automático Diane se limpió las ojeras y los pómulos. Por ese entonces no reconocía las lágrimas auténticas, así que se preguntó si le había entrado una basurita en los ojos.

—Mira, mamá, he pescado uno —le señaló.

El abuelo pasó de largo por el porche y atravesó la puerta. En la entrada, su abuela sacudió levemente la cabeza, mientras su madre se acuclillaba para ver el interior de la cubeta que Eric le estaba mostrando. En seguida, lo miró a los ojos.

Eric lloraba de pequeño por cosas como que se le pinchara la llanta de la bicicleta o que se terminara la comida de sus peces. Lloraba cuando no podían ir a casa del tío George o su abuelo no enviaba regalo de cumpleaños. Obviamente lo compensaba con una noche de acampar, pero en esa ocasión su madre no le había permitido empacar la casa de campaña.

Al llegar a la casa de playa de sus abuelos, se tuvo que resignar a que las idas de paseo o tardeadas contentaran de alguna forma a su madre, que apenas hablaba y lo obligaba a hacer tarea en verano.

Era el primer verano que se veía en la necesidad de elegir entre hacer la tarea o irse a dormir temprano. Y ninguna de las dos era su favorita.

—Hoy tienes que dormir temprano —le explicó ella.

Hacía ya muchos días que le pedía el mismo favor. Eric tenía la consciencia de haber sido un niño bueno ese verano, incluso de haber podado céspedes de los vecinos para comprarse una de las esferas del Dragón. Sin embargo, la nueva regla era que no debía gastar el dinero en cosas como esas.

—Pero no tengo sueño —replicó, pese a la regla de no replicar a mamá.

—No es una pregunta, hijo. Tengo que hacer una llamada y necesito que...

Hagas eso por mí.

Como Eric había memorizado un montón de cosas para esa edad, no le costó demasiado terminar aquella odiosa frase por su madre, que lo ayudó a llevar la cubeta al interior de la casa hasta el lavado, donde la abuela le dijo que comiera un poco de pay antes de irse a la cama.

Con un vaso de leche y un trozo de panqué en la barriga, Eric se acostó en la enorme cama de la habitación para huéspedes. Pero como no podía dormir, tuvo que regresar a la cocina para pedir agua.

Fue entonces que la escuchó hablar con la abuela. Mamá lloraba de manera extraña y como si no pudiera parar. Le recordó a ese momento en el que se cayó de la bicicleta y Dylan Carter se burló de él.

En el marco del pasillo, asegurándose de no hacer ruido, escuchó con atención las palabras que de vez en cuando se materializaban frente a él.

—Eligió su vida antes que a nosotros —decía su madre. La abuela le acariciaba la espalda pero no decía ni hacía otra cosa—. Aunque me ame, aunque diga que no habrá otra mujer, me ha decepcionado, mamá. Me ha decepcionado tanto que no podría perdonarlo nunca.

El niño de siete años que era no olvidó la palabra «decepción». En la universidad, la terapeuta le sugirió que escribiera sus memorias desde el verano tras el cual papá ya no volvió a la casa.

Su madre repetiría la palabra «decepción» tantas veces que Eric le había dado forma y color. No comprendía su significado, pero sí sabía que decepción y lágrimas eran dos cosas que venían tomadas de las manos.

Y que apachurraban el corazón. 

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