Capítulo 18

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Riendo, Maggie arrojó una piedrecita que rebotó tres veces en el agua y, acto seguido, se perdió en el reflejo de la tarde. Tenían la canasta de la comida a unos cuantos metros y Eric había arrastrado un par de rocas en las que pudieran sentarse.

—En esta zona vendría de maravilla un mirador —murmuró.

Se llevó la copa de vino a los labios y sorbió. Maggie echó un vistazo alrededor, imaginándose cómo se verían una hilera continua de bancas hechas ecológicamente.

—Palets —se animó a decirle.

—Sí, estoy convencido de que mi asesora hará maravillas.

Maggie torció un gesto y se pasó la mano por el fleco del cabello. Comenzaba a soplar un viento más fresco que el que habían experimentado casi toda la tarde, así que los mechones se le alborotaban a cada vez más. Sus hebras, ya de por sí rebeldes, le revoloteaban a un son que probablemente muchas mujeres comunes detestaban.

—Mi madre disfruta de la naturaleza en general, pero siempre que estamos aquí, la tientan las ganas de cortarse la melena. —Sonrió, pero sin muchos ánimos.

El vino le había relajado los músculos, aunque no estaba ni cerca de emborracharse. Su tolerancia al alcohol, incrementada por su soledad y por la escritura, era una de esas cosas que mantenía en secreto. La verdad era que bebía un poco más de la cuenta y, sin embargo, era un mal hábito que venía de la mano con los pasillos olorosos al pachuli de las macetas y el romero de la entrada. Eran los aromas favoritos de su padre, que lo acompañaban allá a donde fuera.

Prefirió inclinarse un poco antes que seguir pensando en eso. De la canastilla, sacó una mandarina y comenzó a pelarla. Eric tenía un tubo de salami en la mano y le daba mordiscos cada dos minutos, pero su vista continuaba en la amplia explanada del cañón.

—Mi madre jamás pisaría un sitio como estos —lo escuchó murmurar.

Maggie era una mujer precavida hasta cierto punto, y algo de su instinto se despertaba cuando la gente adolorida se dirigía a ella. Parecía que lo había heredado de su padre: que las personas se acercaban a ella, y de inmediato sentían o miedo o confianza, ambas emociones con un grado de extremidad doloroso. Había olvidado aquel sentimiento. En la universidad, su compañera de cuarto tenía problemas de concentración, así que había empezado a consumir algunos medicamentos controlados que ciertas personas ofrecían por los campus, ofreciendo mayor rendimiento académico. Maggie se había mantenido al margen, hasta que ella, una tarde, la vio sentada al pie de la ventana mientras leía un grueso libro; se le grabó en la memoria. Kant y su verborrea tediosa y esos términos que sonaban a un mayor problema psicológico del que pudo sanar en su carrera.

Bastantes personas en su vida veían algo extraño en su apariencia; el prejuicio en su forma de vestir era un aliciente, suponía. Pero no se detenía a menudo a pensar en ello.

Hasta que la amargura de Eric se manifestó delante de sus ojos.

—No hemos coincidido lo suficiente como para que te pregunte cómo sabes eso —se animó a decir.

Eric bebió más vino y mordió el salami. Su mirada profunda y seria se mantuvo clavada en los espectros de luz que nadaban sobre la superficie del agua. Habían hecho una especie de senderismo como dos personas que ya se conocían. No obstante, antes de abrirse por completo y pedirle ese favor tan grande, Maggie quería verlo tal cual era. Y supuso que Eric podía ser el otro extremo de las personas que se podían codear con ella. Sí, era una cuestión de capacidad, no tanto de superstición. La gente nacía o no con el talento de entender a criaturas tan raras...

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