Capítulo 27

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Eric se había marchado muy temprano por la mañana de ese lunes, de manera que el itinerario de Maggie retomó su curso; mientras replantaba los coditos de romero en macetas más grandes para poderlas llevar al jardín frontal, la invadió la misma sensación de agobio de cuando, en la universidad, le dieron aviso sobre el fallecimiento de su padre.

A lo lejos se escuchaba el repiqueteo del mentado taladro, que Arthur sabía maniobrar pero que causaba un ruido tan ensordecedor que le era imposible concentrarse. Tenía que llevarle un surtido de ungüentos al viejo de la tienda, y luego pensaba sentarse a responder unos cuantos correos. Había varias preguntas sin responder en su blog, que era lo único que la divertía en serio desde su regreso de San Francisco.

En cada mano se cargó una maceta y salió del invernadero dispuesta a terminar el replanteo esa misma tarde. Sin embargo, también quería darse una vuelta por la parte del descampado en el que se encontraban los muchachos. Según le había dicho Eric terminarían en dos días más, para después regresar a presentar el plano junto con él. Antes le avisaría si había conseguido los permisos de sus superiores para solicitar protección y llevar a cabo los trámites con los grupos correspondientes.

Antes Maggie había escrito a varios embajadores, pero para ser escuchada o solicitar al menos una entrevista se necesitaban credenciales. Como no quería lamentarse, tuvo que ser realista al respecto. Su madre le infundió un poco de valor pero de igual manera no pensaba en el valle como un objeto de valor o de afecto, ni siquiera porque estaban los hongos Bruja sembrados a espaldas de la casita. Era como si amara todo a la vez pero fuera incapaz de apegarse a ello, lo que le daba la libertad necesaria para moverse tan rápido como era necesario.

Al salir de la casa, en el porche, vio que Carol abría la puerta de la verja, que ese día estaba cerrada. Traía unos documentos en las manos. Mientras se le acercaba se aseguró de bajar las plantitas y sacudirse las manos luego de desprenderse los guantes de jardinería.

Carol se plantó delante de ella y la miró a los ojos, con un semblante de alegría bastante renovado tomando en cuenta que el sol estaba en su cénit y que hacía un calor tremendo.

—Parece que te hace falta refrescarte.

Ella sacudió la cabeza y dijo—: Lo que me hace falta es hacerle entender a Arthur... —Le mostró la primera hoja. Estaba llena de anotaciones y hasta un dibujito de un diablo con los ojos henchidos en rabia y los dientes en forma de sierra.

—Qué gráfico.

—Trabajar con hombres es trabajar diariamente con las personas más frágiles del mundo, no creas —masculló, con pesar aparente—. Escucha, tenemos que bajar la linde para ver la entrada del bosque.

Maggie abrió los ojos como platos y puso expresión de miedo...

—Pero...

—No, no, no es para talar absolutamente nada —se excusó rápidamente—. Queremos que seas nuestra guía.

Forzada a no sonreír, Maggie se dio la vuelta para continuar su tarea de poner los coditos en su sitio. Carol no se movió.

—Nada más acabo con esto.

—¿Sabes? Ese episodio de ebria sinceridad de mi jefe, es poco habitual. Los chicos dicen que una vez se embriagó con Arthur... No tuvo los mismos efectos, solo fue una salida de machos.

—Probablemente se sintió hastiado de tus acosos.

Como si le hubieran dado un golpe en el estómago, Carol retrocedió varios centímetros. Se le habían coloreado las mejillas de ese colorete rojizo que la gorra que traía puesta le protegía del sol.

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