Capítulo 21

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Una vez había dormido en una casa rodante, mientras terminaba la supervisión de una obra en Seattle. Aparte del frío y el olor del baño al salir, se dio cuenta, en primera línea, de que todos los trabajadores se reunían en pequeños grupos, ya fuera para comer o para compartir un momento antes de empezar la jornada.

Nadie se le acercaba para hacer preguntas que no tuvieran que ver con el trabajo: eso le provocó vergüenza y un poco de angustia. El recuerdo, algunos años más tarde, le generó un tipo de recelo.

Nuevamente estaba solo en esa casa de campaña, con el sopor posterior del licor y la deshidratación, mirando el nylon de encima. La luz del día ya comenzaba a despuntar. En el fondo lo agradecía. Estar a solas únicamente en compañía de sus pensamientos era una tortura.

La única verdad, era que Eric se estaba pensando con demasiada seriedad el casarse. Se planteó la idea de visitar un terapeuta. Y se dijo que, a lo mejor, lo prudente hubiera sido que le hiciera caso a su consejero estudiantil en la universidad, cuando su tutor se percató de ese miedo al rechazo que sentía al intentar relacionarse más profundamente.

Excepto, raramente, con Maggie.

Quizá sí tenga un poco de bruja.

Estiró los músculos antes de levantarse lentamente. Escuchó los pasos de Maggie y percibió el cálido olor del café tostado. La idea de apartar un par de recuerdos de ahí le pareció maravillosa.

Se vistió tan pronto que cuando al fin se encontró de frente con Maggie, ella se volvió en seco, sorprendida por su repentina aparición.

—Café —le señaló una taza.

Él asintió.

Se acuclilló para, de una tetera pequeña que Maggie había traído en su mochila, servirse su propio café. El interior de la taza humeó unos instantes antes de que él se acercara el borde a la nariz.

—Hoy amanecí con ganas de hacerte una serie de preguntas —dijo tras sorber un poco.

Maggie la miró con el ceño afectado. Una arruga divertida surcó su frente. A Eric le dieron ganas de poner el pulgar ahí y ayudar a que su piel se destensara. Le nació el impulso de hacer algo para que se relajase.

—Me da gusto que hables más de la cuenta, pero...

—Tranquila, no serán preguntas indiscretas.

—Bueno, no sé si confiar.

—Confía —se le aceleró el ritmo cardíaco al decirlo, o más bien pedirlo. Maggie se limitó a mirarlo—. Escucha, sé que quieres que ITALO adquiera las tierras, pero con cláusulas especiales y específicas.

—No es mucho... —Maggie sonaba dudosa.

Eric sabía que, si no era la empresa de su padrastro, alguien más se haría cargo del plano y los preliminares. Para fin de año, la obra ya tendría que haberse echado a andar y dejar de lado los trámites burocráticos. Con Maggie ahora dispuesta, conseguir que el gobierno les permitiera una reserva y protección para la propiedad completa, sería fácil.

O eso conjeturó, al tiempo que se proponía hacerle preguntas a su probable socia. Lo cierto era que no tenía mucho tiempo para medir los pros y los contras de esa cesión, de manera que apuró el café e intentó sonreír.

—¿Quieres volver a escribir? —se lo preguntó de camino a la cascada. El sol brillaba con fuerza pero era una mañana con viento, por lo que caminar por el sendero era tan placentero como pocas cosas había experimentado en su vida.

Cruzaron el río saltando rocas, y a él le fue imposible no imaginarse un puente de madera y quizá una zona de jardínes alrededor.

—Sí —Maggie dijo luego de hacer una fuerte inspiración—. Quiero hacer un viaje primero; me gustaría visitar a mi madre en Salem...

—Así que Salem, ¿eh? —se rio él.

Maggie le respondió con una mirada y un gesto risueños.

—Sé lo que parece, pero en realidad es un sitio muy cálido y lleno de energía de la buena.

—No dudes en invitarme —repuso.

—Y es solo para mujeres.

—Ah, ya ves; la discriminación está girando ahora. —Negó con la cabeza—. Pregunto porque es difícil suponer qué harás si las tierras ya no son tuyas. Es decir, el dinero no parece ser lo principal para ti.

Rodó los ojos después de que mirara a otro lado, para que Maggie no se diera cuenta. Se dijo que tenía que dejar de hacer comentarios que tuvieran doble filo. Principalmente porque no podía evitar sentir un poco de envidia.

—No lo es —le concedió ella y entornó los ojos, como si estuviera corrigiendo algo mentalmente—. Creo que tampoco podría permitir que las tierras se vendan.

Por un segundo, sintió que la sangre se le helaba. Intentó mantener la compostura y se acomodó la mochila. El calor se acrecentó de la nada.

—Maggie...

—No, quisiera que fuera patrimonio cultural. Eso sí —lo miró de soslayo—, con la condición de que me dejen conservar mi casa y mi invernadero. Creo que de algo podré servir a tus guías y no sé. No tenía ningún plan, pero, gracias a ti, me plantee la idea de viajar mientras levantan las atracciones.

Con una ceja enarcada, la miró atento.

—Suena bien. Yo nunca he tenido vacaciones. —Era un intento de chiste.

Pero, para Maggie, fue una confesión.

—A tu edad, no lo creo.

—Por supuesto que he vacacionado, me refiero a mi edad adulta —replicó—, y no hables como si fuera tan mayor.

—Si juzgo tu edad con base en tu comportamiento, diría que tienes setenta. El tendero tiene mejor carácter.

—Qué buena broma, aunque no conozca al tendero —sintió que el aire soplaba más fuerte.

Desde allí ya se escuchaba el sonido del agua; era un chorro constante que golpeaba, supo, contra las rocas de la cañada.

Mientras más cerca estaban, más pronto creía que su oportunidad de saber más de Maggie se le iría de las manos.

—Otra pregunta —suspiró. Maggie meneó la cabeza para aceptarla y miró al frente—. ¿Por qué tu padre se decepcionó de ti?

Bajaron un par de rocas más, sujetándose de ramas y algunos huecos. Bien, pensó Eric, aquí faltan unas escaleras y es posible que...

—Dijiste que estaríamos solos —se quejó una voz femenina. Eric buscó el origen y vio a una pareja al final de la cañada.

Maggie puso cara de zeta y soltó su mochila al pie de una roca.

—Es el hijo del viejo de la cafetería —le explicó—, solo ignóralos.

Eric creyó que no tendría por qué involucrarse en algo a lo que Maggie no prestaba atención. Sin embargo, cuando empezó a prepararse para entrar en el agua, el tipo les lanzó una mirada y se echó a reír, después de cuchichear con su novia.

—No sé cómo los toleras —dijo.

Volteó a mirar a su acompañante. Boquiabierto, balbuceando, vio que Maggie se había quitado la sudadera holgada y los pantaloncillos. Era consciente por completo de que tenía que apartar la mirada de su traje de baño, de las pecas de sus hombros y de su abdomen plano.

Pero no quería.

Y se sentía genial aceptarlo. 

BrujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora