Capítulo 7

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Vida exitosa.

Un lindo departamento con vista al mar.

Ser una persona objetiva.

Eric sabía que, a los treinta años, había conquistado todas —casi— sus metas. Desde su egreso de la universidad, y con los años transcurridos, iba acumulando uno a uno los peldaños que su madre, con sus consejos y su sabiduría, le ponía sobre la mesa. Para que los alcanzara.

Él había cumplido ocho años cuando su progenitora se casó con Joshep, y para ese momento él ya tenía un par de hijos. Ellos, obviamente, vivían con la madre, pero habían tenido que convivir por uno u otro motivo. Con Junior pasaba de todo un poco; riñas, competencia, juegos bruscos, hasta que llegaron a la edad en la que comenzaron las citas románticas. De esa forma se dieron cuenta de lo distintos que eran y de lo irreconciliables que se habían tornado sus diferencias. Eso, aunado a la presión por parte de su exmujer porque le diera a sus legítimos el primer lugar, confirió una serie de conflictos en la nueva familia. Primero, porque Eric se enfocó en la escuela, y en lugar de asistir a bailes se encerró en la enorme biblioteca de la que estaba provista su casa de San Francisco, adonde se habían mudado tras la boda.

Luego, Junior había decidido inclinarse por las leyes, y tampoco quiso seguir los pasos de su padre en los aspectos más nimios: prefería pasar tiempo con sus amigos que asistir a los cumpleaños y, cada vez que Italo cortaba el listón de un edificio, nunca iba.

Por otro lado, Gabriella, la hija menor, era todo lo que ningún padre había podido esperar. Diane la adoraba. A veces las encontraba charlando animadamente. Y, cuando la vio sentada esa tarde al llegar a la casa veraniega de sus padres, esa lista mental que tenía inscrita en el cerebro, parpadeaba como si el solo imaginarse saliendo con ella le provocara un choque de sustancias químicas neuronales.

—Buenas tardes, mis damas preferidas —dijo.

Se agachó para saludar a Gabriella con un beso en ambas mejillas. Ella sonreía de forma recatada, sin demostrar más emoción de la que era prudente en una mujer que estaba a cargo de la dirección de Italo, en Nueva York.

Josh decía que todas las expectativas que en algún instante de su vida hubo depositado sobre Junior, ahora cobraban un cierto sentido.

—Gabriella estaba diciéndome que ganamos una licitación para Seattle.

Su madre se estiró para tomar la taza de café que se estaba bebiendo. La chica de la atención se acercó y le trajo otra taza. No se la había solicitado, pero supuso que...

—Diane acababa de mencionar que venías en camino, no queríamos que esperaras para tomar el café, con este clima.

—Uff —se lamentó—. No es que quiera replicar, pero no me favorece en nada que las lluvias se adelanten.

—Puede ser solo un lapso —Diane se encogió de hombros—. Tu padre y yo regresaremos a San Francisco apenas el plano del parque quede listo.

Sus miradas se posaron en él.

Estaba claro que lo que su madre quería, como siempre, era que se pusiera a hablar de negocios con Gabriella. Como hacían siempre que estaban juntos en una misma habitación, hablaron de los futuros proyectos, de cada cosa que habían hecho y de los logros que anexaron a su carpeta de cosas para presumir.

Alrededor de quince minutos más tarde, su madre era otra. Se reía como Eric no recordaba haberla visto reírse nunca. Solo cuando...

—Mamá, por Dios.

—Es verdad —también Gabriella sonreía, aunque contenida como siempre.

Por sus modales, solía ver en ese autocontrol a la mujer perfecta; podía ver a esa persona que criaría hijos de alto nivel moral y ecléctico sentido de la cordura. Su materia a la hora de hablar de negocios era casi intacta. No lograba recordar de ninguna vez en la que hubiera perdido la compostura. Incluso de niña, cuando Junior y él se peleaban, cuando se caían de algún lugar solo para probar quién trepaba, corría, o saltaba mejor... Era Gabriella la que le hacía entender lo ridículo que parecía hacer caso de las provocaciones de un chico celoso.

—Estoy convencida de que todo saldrá a pedir de boca —masculló ella en ese momento.

Eric le prestó más atención. Traía el pelo bien atado en un nudo firme, lacio sedoso a la altura de la corola. Era de color caoba, oscuro y bien acicalado. Se sentaba mejor que ninguna de las miembros de la casa real inglesa y, podía apostar, su intelecto rozaba con la genialidad.

—Gracias por acompañarme —comentó. Su auto estaba aparcado en el estacionamiento trasero de la casa.

Eric la guiaba por el adoquinado.

El jardín era enorme pero no había ninguna flor, ninguna planta de hojas anchas o algo que destacase en ese frío y obsoleto paisaje.

Algo se le removió en el pecho.

Algo que tenía tintes de salvajismo, como un recuerdo vehemente que pugnaba por salir.

Carraspeó.

—Sí, mi padre está muy orgulloso de ti.

Ella enganchó su brazo al de él, y siguió caminando. A continuación, se detuvo en la mitad del camino.

Los últimos destellos de luz del día le iluminaban el rostro. Era bonita, pero lo llamativo de ella no residía para nada en lo físico.

En el fondo, Eric sabía lo que seguía en su vida, lo que su madre esperaba. Y de cierta forma también lo esperaba él de sí mismo.

—Un amigo abrirá una exposición en el Soumaya, a finales de agosto. Es un viaje largo, pero lo adoro. —Intentaba sonreír como una mujer desinhibida. Pero seguro no iba con ella, así que se aclaró la garganta y continuó—: Me gustaría que me acompañaras. Serán un par de días solamente. Y después de echar a andar el proyecto te hará falta.

Con un rápido vistazo, se percató de que su madre se encontraba en la salita de té, mirando a través de los ventanales. Su semblante era ese que usaba para hacerle saber que todo lo que hacía, era porque se preocupaba por él.

Muchas veces le había preguntado acerca de esa preocupación... Y ella se limitaba a responder que debía ser objetivo. Ser objetivo en las relaciones era lo mejor que le podía pasar. Necesitaba del realismo para entender que, elegir aspectos tan importantes de la vida, basados en el romanticismo, era una tontería.

Así que eso era: un hombre realista, y como tal reaccionó a la invitación de una mujer que fácilmente encajaba en el molde en el que estaba horneando su vida.

—Me encantaría —dijo.

Lo único de esas palabras, era que, a veces, Eric se obligaba a encantarse con algunas cosas. Por ejemplo, con una exposición de arte.

Pero tenía que ser realista. 

BrujaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora