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Muchas veces no sabemos porque estamos tristes o al menos nos engañamos con esa excusa para no tener que pensar en las verdaderas consecuencias de ese vacío que va tejiendo un nudo en la garganta que solo se deshace cuando finalmente unas gotitas saladas se escapan de nuestros ojos, esos que no esconden nada. El vacío de querer abrazar a alguien y no poder, el miedo a no oír más nunca su risa, el miedo a olvidar su rostro, el miedo a ser feliz y no poder compartirlo. 

En una lágrima cabe algo tan grande como un sentimiento, de alegría, de rabia, de dolor, de frustración. Nos convencemos de que llorar es inútil, es un desperdicio, pero no lo es, porque sentir nos recuerda que estamos vivos. Pues es más triste no tener nada por lo que llorar, eso demuestra que nunca has sido realmente feliz.

Yo no me di cuenta de eso hasta que perdí a alguien que significaba mucho, o bueno que siempre lo hará, porque no importa que ya no esté, ese amor dentro de mí nunca va a desaparecer. Pero fue en el momento que supe que mi tiempo junto a ella era limitado cuando me di cuenta que la tristeza que me acompaña no es más que la evidencia de la felicidad que me causaba su compañía. 

No era la primera vez que oía sobre la muerte, pero nunca una había sido tan significativa.

Diario de una escritora aficionadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora