Prólogo

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Solo escuchaba el eco de sus pasos mientras recorría aquel interminable corredor subterráneo, que a cada paso que daba se le antojaba más eterno. Con la respiración entrecortada intentaba darles impulso a sus piernas para ir más deprisa. El olor húmedo de aquellas paredes de inmensas rocas macizas cuya función era sostener en pie el pasadizo impregnaba el ambiente de un aroma que solo desprende lo que ha sido escondido durante siglos.

Su corazón palpitaba contra su pecho con tanta fuerza como si quisiera salir, avisando al resto de órganos de su cuerpo de que el final, para bien o para mal se avecinaba. Sabía que tenía que ir más y más rápido. Pero no podía apresurarse demasiado o quizás todo el plan que habían trazado se echaría a perder.

Con cuidado de no tropezar, consiguió que sus piernas se movieran a más velocidad, antes de que sus gemelos comenzaran a emitir un leve quejido a causa del esfuerzo. La quemazón ascendía por sus músculos, pero eso ya no tenía importancia. Era crucial llegar al final de ese maldito pasillo trazado en las tinieblas. Tenía que encontrar la puerta. El túnel estaba tan oscuro que no veía absolutamente nada. Y como si alguien le hubiera leído el pensamiento, con un chasquido el corredor se iluminó unos metros más allá. Entonces pudo ver con claridad las paredes de piedra que la rodeaban. No había más que eso: dos paredes paralelas de piedras que reposaban las unas sobre las otras en la más absoluta oscuridad. Quién sabe cuánto tiempo llevarían ahí y a cuántas personas habían visto cruzar huyendo de las sombras, hacia ese lugar del cual dependía toda su vida.

Cada vez se aproximaba más a aquella fuente de luz, pudiendo ser consciente de que provenía de una linterna. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, su portador se movió sin emitir ningún sonido. No era necesario, ambos sabían lo que debían hacer. Nada debía salir mal. No tenía por qué. Se escondió más aún en su capucha negra, como si temiese que alguien la descubriera en medio de aquellas tinieblas que la envolvían. Y es que nadie podía encontrarlos allí, porque nadie entendería lo que estaban haciendo. O quizás sí, y entonces fuera su perdición. No habría paz para nadie. Solo sangre.

Sus pasos, cada vez más firmes y seguros, se acercaban más al destino final. Y entonces, por fin la luz de la linterna enfocó algo al final del camino. Era madera. Una puerta: la puerta. Sus miradas se cruzaron en la penumbra por un instante y siguieron avanzando. No podían echarse atrás, no debían perder ni un segundo más. Se aproximó hasta la puerta y colocó sus manos sobre el picaporte. Aguantó la respiración durante unos segundos, cogió aire de nuevo mientras comenzaba a girar el pomo de la puerta. Su corazón latía cada vez más desbocado, la garganta seca, las manos sudorosas. Empujó la puerta, que crujió. Pero no se abrió. 

Sombras del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora